ALBARRACÍN, ANCLADO EN EL TIEMPO

Albarracín es uno de esos lugares que se sitúan por encima del ensueño. Por más que uno se imagine un pueblo, una ciudad, no podrá acercarse a la realidad: ésta se sitúa por encima de la imaginación. 
¿Es uno de los pueblos más bonitos de España, una ciudad, una ciudad-estado medieval, un pueblo con encanto, un Monumento Nacional, un candidato a la lista del Patrimonio de la Humanidad?
Pues sí, es todo eso  y mucho más. Podemos acercarnos a él desde la autovía que va a la capital de la provincia, Teruel, o hacerlo arriesgando un poco más, bajando de las alturas de Molina de Aragón, siguiendo el joven río Guadalaviar, al que luego llamarán Turia y deleitarnos admirando los parajes de rodeno, esa piedra rosada de incomparable belleza. 




Albarracín nos aparece de pronto como salida de un relato medieval, trepando desde el río hasta las alturas, sierra de Albarracín a un lado, Montes Universales al otro. Sí, tenemos que trepar, hemos de llegar a lo alto, allí donde la ciudad se resguarda envuelta en celofán de murallas, hecha de estrechas calles, callejas y pasadizos, ensimismada en el tiempo capturado como en una foto fija.



Al adentrarnos en el caserío, un primer encuentro con esa casa señorial, envuelta en azules y violetas extraños, capta nuestra atención. A un lado y otro de la calle, desde lo alto, desde lo bajo, sus coloridos muros, silueteados por una franja amarillenta, componen una referencia obligada al objetivo de la cámara fotográfica, que dispara enloquecida a un lado, al otro, arriba, abajo, sin descanso, intentando hacer suyos, en momento inolvidable, los rincones que va componiendo el jeroglífico de callejas que confluyen en este punto.



Ya el ascenso va descorriendo la cortina del ensueño, que deja al descubierto tejados que quedan a nuestros pies, casas que trepan por encima, rellanos que invitan al descanso y a la contemplación.
Las farolas son como un guiño que nos atrae, componiendo el primer plano de la mirada, luego ensanchada en chimeneas, ventanas y galerías colgadas hacia el barranco. 



Seguimos nuestro andar pausado por la empinada calle, en la contemplación sosegada, sin perder detalle de todo cuanto se nos ofrece a la vista. 
Ya el pueblo se empieza a desplegar en lo más alto y a lo lejos se nos dibuja la torre de la catedral, que nos lleva a la duda, pues se adivina es esfuerzo, aunque no parece vaya a ser en balde la escalada.


Como las calles se van apoyando unas en otras, cual bancales de serranía repletos de frutales, algunos salientes, barandas y barandillas, invitan al asiento, mientras de pronto una enrejada ventana galantea su hermosura repleta de flores que revientan en el atardecer dorado de la sierra.
Por encima, las balconadas de madera y los voladizos de teja árabe componen un colorido natural y exclusivo de este rincón de ensueño que es Albarracín.



Los libros y las guías dicen que hay una parte en la ribera y otra en lo alto. Así será, sin duda, pero más parece que aquellas orillas del río, aquellos arrabales, no sean sino la antesala de este enmarañado nudo de calles aquí arriba, camino de la eternidad y del tiempo.  
Llegamos a su plaza mayor, la plaza del ayuntamiento, de la villa o como Dios quiera que se llame. Las arcadas y pórticos, el reloj y la espadaña, son otro encuentro con la belleza de lo inmaterial.





 

En el fondo de la plaza un mirador en claroscuro deja escapar la vista hacia lo alto y lo bajo, las torres de la catedral y las riberas del joven río, el caserío trepando entre ambos, con su popular arquitectura de colorido inenarrable.

Hay multitud de lugares increíbles en esta ciudad de ensueño, pero este es un de los privilegiados.



Seguimos hacia la catedral y de pronto nos encontramos con este balcón hacia las murallas, con las torres de sus iglesias, las balconadas, el ventanal inmenso, el rosáceo color del atardecer: momento inolvidable. Miramos a nuestra espalda y contemplamos la silueta abigarrada de la catedral del Salvador y el palacio episcopal a su lado.



Subimos y subimos, ya solo un poco más, el último esfuerzo. Llegamos hasta la muralla, desde la que contemplamos las espaldas de la catedral, levantada sobre el barranco, con las casas de los arrabales al fondo.



Desde aquí es impresionante el roquedo que queda enfrente. El enorme desnivel lleva nuestra imaginación a tiempos pasados, vemos los ejércitos diminutos que rodean la ciudad desde las cercanías del río y se nos escapa una sonrisa pensando cuán complicada se nos antoja la tarea de esos pobres peones que intentan asaltar las imponentes defensas de esta ciudad.  Volvemos por nuestros pasos y atravesamos



puertas y murallas en un ir y venir que no acaba. La Julianeta, en el Portal de Molina, la Torre del Andador o la de doña Blanca, todos ellos rincones y miradores de excepcional belleza, aunque son las calles, sujetadas unas contra las otras, brincando como en un juego infantil, pero siempre con cuidado de no caer al precipicio que lleva hasta el río, las que dan esa personalidad desbordante a la ciudad.



Y arriba las iglesias, las murallas, el cielo azul, manchado de blancos por un pintor invisible, poseedor de una paleta endiablada. 



No queda sino la despedida, lugar inolvidable que la retina ampara en el fondo de su neblina; colores imposibles de piedra bravía arrancada a las entrañas de esta tierra difícil; palacios y caserío aunados en común objetivo de belleza unánime. No es para el olvido este viaje.



Estas líneas son una invitación, estas fotografías son un reto. Albarracín, que infiltra sus raíces en el alma del viajero, como la hiedra que cubre las paredes de sus casas solariegas, anclado en el tiempo para dormirse en él. 

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