EL REINO. EMMANUEL CARRÈRE.


--Parece que nuestro escritor está a la cabeza "del batallón de autores de ficción que dicen no escribir ficción", o al menos eso dicen en la Babelia de El País, --le comento con mucho énfasis a mi interlocutor.
-- ¿Y de qué habla en este libro? --me interroga él .
-- Del Reino (de los cielos) desde luego que no.
-- Pero entonces ¿el título del libro?
-- ¡Ah, se siente! que diría un cheli de los de ahora. Es muy post post moderno poner un título incoherente o despistado o vaya usted a saber y venga luego.
-- Pero, vamos a ver si nos aclaramos. Le preguntaré una vez más de qué se habla en el libro.
-- Pues mira por donde, esa es una buena forma de hacer la pregunta, porque en este libro de marras se habla más que habla (el autor) pues trae a colación (o no) innumerabilisimas citas de no tan innumerables autores, ya que siente pasión por repetir y repetir y repetir. Eso sí franceses la mayoría, ojo, mire usted, no vayamos a olvidarnos de la grandeur de la France, que por algo hicimos la revolución. Por encima del hombro nos mira este buen señor, sí,  ya seamos católicos, cristianos, judíos  o gentiles, que para el caso da lo mismo. Chusma eres y en chusma te convertirás: eso es lo que yo saco de la lectura; no es que lo diga el autor, no, soy yo, el librepensador.
-- ¿Y de san Pablo,  qué?
-- San Pablo, vaya con san Pablo. Un tanto energúmeno sí que parece y poco dado a lo que huele a judío. Amigo de gentiles; cuanto más alejados de la doctrina mejor que mejor. A la doctrina que emana de la Torá, se entiende. En Asia parecía estar a sus anchas, sobre todo en esa parte que hoy llamamos Turquía, pero en cuanto olía a Jerusalén o a Roma se perdía de inmediato. Mal visto por unos y otros, transgresor para los puretas judíos, revolucionario para el orden romano, pasó más tiempo encerrado que suelto por las calles de estas dos ciudades.

Eso sí,  de San Lucas acabamos casi siendo amigos leyendo las páginas de este libro. Era un enterado, como diríamos hoy, y lo que no sabía lo preguntaba de manera más o menos directa. Culto también. Europeo, macedonio quizás,  griego desde luego. Y seguidor callado e impertérrito del desmesurado Pablo.

El que queda mal parado, o peor aún que eso,  es Santiago. De este pobre hombre no parece aflorar nada bueno. Sorprendente la figura del santo semiespañol por excelencia.

¿Y san Juan? Demasiado tema para un solo libro, aunque tenga medio centenar largo de páginas. Juan era mucho Juan y si para colmo son varios los juanes que parecen componer la figura del último evangelista peor que peor. Cualquiera glosa nada de este individuo, ni siquiera un tipo tan avezado como Carrere. No toquemos el evangelio postrero ni, menos aún,  ese monstruo de mil cabezas que parece el Apocapilsis.

-- Pues he oído rumores de que propone un cuarto evangelista, --Aracataca de nuevo mi interlocutor.
-- Me pone en un aprieto, amigo mío. Como no se refiera usted a Flavio Josefo...
-- Al final se me ha ido usted por las ramas. Contésteme, hombre, ¿de qué habla este señor escritor?
-- Pues mire usted, habla de si mismo y sus circunstancias. Creyente, no creyente. Casado, divorciado, casado. De psiquiatra, de psicólogo, psicoanalizado, psicoanalizador. En resumen: yo, mi, me, conmigo.
-- O sea, que usted me sugiere que no lea el libro. 
-- No, creo que no me ha entendido en absoluto. Le sugiero vivamente que lo lea.
-- ¿Y después?
-- Ah, esa es ya otra historia.
-- Venga hombre, desembuche. ..
-- Está bien, está bien. Yo tendría preparado el Evangelio según Jesucristo.
-- Entiendo que me sugiere a Saramago.
-- Pues eso.

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