Corrededoira dos mortos

 CORREDOIRA DOS MORTOS

Primum vivere deinde philosophare



En un reciente viaje por motivos laborales tuve la suerte de volver a Galicia. Mi destino final era El Ferrol pero este país tan centralizado en el que vivimos me forzó a hacer un alto en el camino. No me salió mal la jugada ya que acabé durmiendo en un precioso hotel con vistas a la playa de Riazor.

Llegué casi a medianoche pero me pareció oportuno presentarle mis respetos a María Pita en su plaza. Allí que me fui caminando por las calles casi desiertas de A Coruña. En seguida llegué a la plaza y mirando la famosa estatua me pregunté dónde acabaría la historia y empezaría el mito de aquella célebre heroína.

Fue entonces cuando me acordé de mi gallego de referencia: Pedro. ¿Qué tendrán esas “conversaciones” por WhatsApp de madrugada? Con esa tendencia tan española a ensalzar la vida y a filosofar. Le dije que esa visita me había traído el recuerdo de un relato “gallego” que mi padre publicó en 2013. Casi el mismo día en que siete años más tarde fallecería, ¿coincidencia? ¿meigas? No lo sé pero lo prometido es deuda. 

Ese es el relato que hoy os traigo. Pero antes de leerlo permitidme que comparta algunas pistas con vosotros.

He disfrutado mucho releyendo y ajustando esta historia. Y mejor aún ha sido la conversación con mi madre sobre este relato. Ha sido ella quien me ha ayudado a recomponer algunas piezas del puzle familiar en que se inspiran varios personajes y circunstancias de este cuento.

A mi padre le encantaba retocar historias reales de nuestra familia o amigos u otras vivencias personales para sus relatos. Este relato es un gran ejemplo de esa fusión entre realidad y ficción.  

Para empezar, y aunque no se dice expresamente en el relato, la localización exacta de la historia tiene un nombre: Aldán, en el corazón de la Ría que lleva su nombre. Allí fuimos a veranear en 1993, año Santo Xacobeo.


Ría de Aldán, una joya en las Rías Baixas

Allí fue donde nuestra gata de Angora se perdió por atreverse a salir de la casita que habíamos alquilado junto a la Ría. El recuerdo de Pitu era inevitable en este relato. Nuestra gata era muy casera y de ciudad. Pero también muy curiosa y decidió salir a hacer turismo por su cuenta y riesgo. Al volver a la casa no la encontramos así que toda la familia salimos a buscarla por el pueblo. Después de muchas vueltas nos la encontramos escondida, atemorizada, debajo de nuestro Opel Vectra. La anécdota de la desaparición nocturna de un gato que se narra es, por tanto, verídica casi palabra por palabra.

Pero la historia familiar que, en mi opinión, destaca por encima de todas las del relato es la del médico que murió en la nieve. Por increíble que parezca ese médico rural fue un bisabuelo de mi madre. Vivió en El Bodón, pueblecito al sur de Ciudad Rodrigo donde nació mi madre. Al parecer la demarcación que cubría este médico era muy extensa. Semanalmente visitaba a pacientes en aldeas portuguesas que, a día de hoy, no parecen muy lejanas. Pero, claro, en aquellos tiempos las distancias las recorría a caballo y por esos andurriales de La Raya. Un invierno, volviendo a su casa en mitad de una nevada, se cayó del caballo. Tuvo la mala fortuna de romperse la cadera. Siguió nevando y nadie pasó por allí para socorrerlo. Él, que había ayudado a tantos enfermos, no tuvo un buen samaritano. Se lo encontraron muerto, ya congelado, varios días después.


Catedral de Guarda nevada. Último sitio en Portugal que visitamos con mi padre.

Mi madre me cuenta que su abuela Eladia tuvo un gran interés en que su nieto mayor (mi tío Gonzalo) estudiara medicina. Finalmente, fue mi madre quien siguió los pasos del bisabuelo José. No literalmente, gracias a Dios.

Hay decenas de detalles que también son comunes a mi infancia y nuestros recuerdos familiares. Por mencionar un par más antes de empezar con el relato:

- El odio acérrimo por los cuadernos de verano Santillana procede de mí mismo. Qué suplicio tan innecesario.

- Creo que ese viaje hacia tierras más frescas en el mes de agosto es una vivencia común a varias generaciones de niños de los 60, 70 y 80. Ya fuera en un Seat 1500 o en algún otro "artilugio de cuatro ruedas", siempre atestado de comida, enseres y familiares.

En general, todo el relato destila cierto aire a "Las crónicas del Sochantre". Novela de Álvaro Cunqueiro que a mi padre le entusiasmaba e intrigaba a partes iguales. Un análisis que anima a leer esta novela podéis encontrarlo aquí: 

https://www.fabulantes.com/2015/10/las-cronicas-sochantre-alvaro-cunqueiro/


Danse Macabre, del Liber Chronicarum de Hartmann Schedel (Núrember, 1493) 

También se aprecian algunas ideas constantes en la obra de mi padre: "La verdadera patria del hombre es la infancia" (Rilke). O, como ya decía Sabina, "al lugar donde fuiste feliz no deberías tratar de volver". 

Todos tenemos nuestra propia infancia. Invito a los lectores a recordar cuál fue ese lugar al que no ha vuelto. Y al que, probablemente, no deberían volver. ¿Por qué? la respuesta en este relato rescatado de la bruma del cajón:

CORREDOIRA DOS MORTOS

Llegábamos a la aldea en un viejo coche Seat 1500 conducido por el taxista de nuestro pueblo, un tal Casimiro, hombre de rostro hirsuto y piel color caramelo, salido de Dios sabe donde con aquel aspecto tan ajeno a la tierra que le vio nacer.  Todos los años, no bien el calendario dejaba caer el último número de los días del mes de julio, se ponía en marcha la maquinaria del traslado hacia tierras gallegas en busca de lugares frescos, escapando de las tórridas noches de la meseta. En realidad era mi madre la que controlaba minuciosamente todos los preparativos, y desde un par de semanas antes de la fecha señalada se la veía de un lado para el otro apilando ropa, sacando toallas del fondo de los baúles y preparando las conservas y los embutidos que luego ayudaban a componer las cenas, pues como íbamos a media pensión, sólo hacíamos la comida en casa de Manolo. Penosamente para mí, jamás olvidaba los aburridos libros de deberes veraniegos editados por Santillana, que suponían un suplicio que no alcanzaba a saber porqué tenía que soportar habiendo aprobado todo en junio. 


Casimiro era hombre abundante de palabras y nos obsequiaba con las innumerables anécdotas habidas de sus muchos viajes, en ocasiones “incluso al extranjero” como él gustaba recalcar elevando la voz.


- Sí, a Francia y también a Alemania he llevado gente este año; aquellas sí que son carreteras y no éstas de mala muerte, fijaos cómo está el piso y aún no hemos llegado a Puebla, ya verá usted, don Emilio, cómo nos vamos a ver para subir el Padornelo. 


El coche llegaba finalmente a su destino y ni el Padornelo, ni la Canda, ni el mismísimo Satanás hubieran sido capaces de frenar aquel artilugio de cuatro ruedas capaz de llegar al fin del mundo si fuera preciso, a pesar de no quedarle –al artilugio, claro- ni una sola pieza de las que llevara al principio de los tiempos. Y como siempre, a pesar de las escasas luces del caserío, nuestra llegada, por esperada, era recibida con alborozo por pequeños y mayores, que escoltaban el coche tumultuosamente hasta la fonda de Manoliño, junto a la iglesia del lugar.


He vuelto muchos años después buscando el tiempo pasado, ese que uno cree encontrar en las imágenes o estampas vividas, o en el color sepia de las viejas fotos que merodean por los cajones. Cuando el letrero de la nueva carretera, asfaltada, sin un solo bache, me ha despertado de la ensoñación en que venía, he comprendido de golpe la inutilidad de la búsqueda. Esta vez el vals que se marcaba el coche, envuelto en el aroma de los eucaliptos y el terciopelo de las primeras nieblas del anochecer, a pesar de la belleza de los lugares que aparecían y desaparecían con parsimoniosa lentitud, era incapaz de retrotraerme al encanto de los últimos kilómetros de cada viaje en la infancia. He vuelto a notar esa especie de gusanillo inquieto revolviéndose en el estómago y una tristeza indefinible se me iba agrandando dentro al contemplar las primeras casas, el caserón, la iglesia con su cementerio y la ría, que ahora parecía haberse empequeñecido al igual que todo. La gente vagaba por las calles con indiferencia y el paso de mi coche no era más que el caminar de una insignificante hormiga por cualquiera de las corredoiras que vagan medio adormiladas entre los bosques de pinos y castaños.


Manoliño era un gallego afable, dicharachero, bajito y panzudo, con unos lustrosos mofletes a punto de reventar de puro hinchados y enrojecidos.


-    Es que los aires de la ría son muy sanos, doña Esmeralda, - se defendía cuando cada año, a nuestra llegada mi madre le reprendía al ver que mofletes y barriga iban en progreso galopante.


La señora Laura era el polo opuesto a su marido, tan delgada que apenas parecía un suspiro de sí misma, alta, rubia, de ojos azules y vivarachos como todo su cuerpo, que se movía entre los platos de la cocina y las berzas del huerto como una lagartija. Componían una pareja que a mí se me hacía feliz, aunque sólo fuera porque estaban el día entero juntos, él en las labores del bar y la fonda, ella, como ya dije, entre la cocina y el huerto. Y todo eso, acostumbrado a no ver a mi padre, médico rural de un pueblo perdido de Castilla, más que en ocasiones de fiesta, pues fiesta era verlo sentado comer tranquilamente y presidiendo la mesa, todo eso de la pareja de gallegos, como digo, me parecía que debía ser el colmo de la felicidad. La mala suerte era que no tenían hijos y ahora, al estacionar el coche delante de “A la reira” me ha venido a la mente un retazo de recuerdo, alguna que otra frase olvidada en mi memoria, oída a uno y otro, haciéndole culpable al contrario de la desgracia de no tener descendencia. Pero esas cosas, con diez o doce años, aunque las oigas, no las integras sino muchos años más tarde, cuando afloran de nuevo como un guardián dormido que despierta.   


Ocupábamos las dos mejores habitaciones de la fonda, reservadas como privilegio al rango de mi padre, pues ambas daban al huerto y a la ría. Así, cada mañana, cuando despertaba aturdido aún por el desasosiego del día pasado, trajinando sin parar con los chavales del pueblo, la primera estampa que ocupaban mis ojos era la de la señora Laura cavando entre los surcos o quitando las malas hierbas que no tenían otro oficio que hacer que destrozarle la cosecha de habas a la buena señora. Pero inmediatamente, como con la rapidez y la fuerza de un rayo, impactaba en mi retina la silueta lejana de Carmiña, no podía ser más que ella, la mariscadora tuerta del ojo izquierdo a causa de una rija impenitente que le moqueaba sin cesar desde su más tierna infancia, si es que tal había tenido. Yo  la saludaba levantando y batiendo la mano y ella me devolvía el saludo, pues ya conocía por el color del día la hora en que yo me asomaría al balcón para verla. Algunos días la niebla espesa o el batir de la lluvia me hurtaban su presencia, pero como Carmiña estaba allí, yo la saludaba y ella, apostaría mi alma, también lo hacía respondiéndome al instante.  


Recuerdo, como si lo estuviera viviendo, la imagen del huerto una tupida mañana en que la niebla estaba especialmente pesada y su huida renqueante hacia el monte alto se demoraba más que otros días. Sería casi la hora del ángelus cuando por fin despejó lo suficiente para poder contemplar el huerto desde los ventanales del comedor, contiguo a nuestras habitaciones. Todo parecía haber sido arrasado por un vendaval, algunos troncos de berza rotos, las hojas de otras muchas desgajadas y esparcidas por el suelo; en resumen un auténtico desastre. La señora Laura nos lo había comentado en el desayuno, indignada con el “jabalí” que según ella, había reducido a puros despojos un montón de berzas y algunos plantones de habas. Manolo atendía sus obligaciones sin hacer caso de los suspiros que exhalaba la pobre mujer y ésta parecía haberla tomado con él. Deja a Manolo en paz, que él no tiene la culpa, mujer. Mi madre se  empeñaba en aplacar los ánimos, aunque con escaso éxito. “Ese es igual, otro jabalí y de los peores”. La señora Laura no se calmaba por nada del mundo y pasó toda la comida echando pestes del marido y del animal que le había desbaratado media huerta. En la tarde Manoliño recompuso como pudo la situación y yo me lo pasé bomba ayudándole a sujetar y apuntalar las plantas; la cosa quedó tan lustrosa que al anochecer todo había vuelto a su sitio, eso sí, cuando mirabas desde el ventanal aquello parecía una procesión de cojos y perniquebrados con las piernas entablilladas y alguna que otra cabeza desmochada.


El corazón del pueblo, a pesar de los malos augurios que provoca la moderna entrada, permanece idéntico al que conservaba en la memoria; la iglesia con su excesivo portal neoclásico adosado el campanario sin apenas formar parte del conjunto, las paredes mugrientas y agrietadas invadidas por la humedad verde; el camposanto como si fuera un jardín que rodea el conjunto entero de la iglesia, pero con su propia verja tan enmohecida como las letras imposibles que explican el contenido de cada tumba, y varios santos y ángeles en pose mayormente displicente, acompañando para la eternidad al muerto, algunos sin la espada ya, o faltos de un brazo e incluso del ala entera, pues estos ángeles gallegos disponen de alas de envergadura, y en mi infancia los veía volar de lápida en lápida en las noches de galerna, cuando el mar atronaba contra los acantilados cercanos y hasta la fonda llegaban los aullidos del viento y el chillido de las gaviotas espantadas por el temporal.                              


La plaza sigue ahí, con unas pocas casas de piedra sustentadas sobre arcos que dejan paso a los viandantes, y el imponente Caserón del Náufrago, un gran edificio, ostentoso hasta el disloque, repleto de escudos de una supuesta nobleza, que se mandó construir un indiano -según se explicaba Manolo- natural del pueblo y gran trabajador que había hecho fortuna por otro Santiago, al parecer de la isla de Cuba. El tal indiano no llegó a ver su caserón o palacio, bellamente adornado de glicinias trepadoras y yedras de varios colores, pues se lo llevó al fondo de la mar el barco en que volvía a la patria, justo a la altura en que la costa deja de ser portuguesa.


 Probablemente morreu tranquilo pos andaba en la contemplación de a sua terra, - dijo Manolo creyendo sus propias palabras, contestando a mi padre que le tiraba de la lengua.  


- Dicen los malpensados que el náufrago traía una mulata como parte de su botín caribeño y que la novia que dejó aquí, al saberlo, le echó un conjuro que parece que hizo mella.


- Habladurías, don Emilio, que la gente no tiene mejor cosa que hacer.


- ¿No crees en los conjuros, Manolo?


Conxuros haberlos ailos, como as meigas que tamen as hay, mais nadie dice haber echado o mal de ojo a nadie o haber vistos a santa compaña, y no seré yo el que lo diga.


La casa sigue ahí, sin nadie que venga a decir “es mía”, aunque al cabo de los años pasó a ser propiedad del Ayuntamiento. Manolo tuvo la disparatada idea de usarla como Casa Consistorial, pero la señora Laura se opuso en redondo.


-    Por meu pai e todos os meus mortos, Manolo, tú estas tentando al diablo con semejante ocurrencia.


-    Que no pasa nada, mujer, al fin y al cabo no es más que una casa como cualquier otra, solo que más grande.


-    Es una casa embruxada y tú lo sabes.


El pobre hombre no podía hacer nada en contra de la opinión de la mujer. A todo esto, olvidaba decir lo más principal: Manolo era alcalde pedáneo del pueblo, algo que yo no llegaba a comprender del todo.


-          Pues que como el pueblo es pequeño, depende de otro más grande, donde está el alcalde, y aquí, para llevar las cosas de la aldea está…¿cómo diría yo...? un alcaldillo.


No entendía para nada las explicaciones de mi padre y se me hacía que Manolo más parecía alcaldón que alcaldillo, con aquella panza prominente y esos hombros anchos cual armario de cuatro puertas. Ahora me entra la risa al contemplar el caserón y recordar las anécdotas del pasado y mi aspecto debe ser muy cómico, pues en los tiempos actuales va siendo raro que una muchachita que camina bajo el pórtico se pare a mirarte como si fueras un bicho raro o algún loco escapado del manicomio.


Por loca de remate pasaba Carmiña, era cosa dada por tan cierta que no merecía discusión. Pero no era de esos locos que dan miedo, al contrario, la gente la quería, pero sobre todo los niños. Se tenía por causa de su sinrazón una afección de las meninges que debió padecer de muy niña, aunque otra versión achacaba su desvarío a la historia del novio desaparecido, muy arraigada en estas tierras. Se ganaba la vida mariscando en la ría y vendiendo por el pueblo o llevándolo hasta Cangas a una pescadera que le compraba a bajo precio, a la que llamaba “a ladrona de Cangas”. Amiga de los pájaros, la veíamos al atardecer rodeada de gaviotas que se le posaban en la cabeza, adornada a veces de una guirnalda que se hacía con flores; les daba peces y las gaviotas se los arrebataban al vuelo, mientras ella reía con grandes carcajadas. La chavalería pululaba a su alrededor y ella bailaba contenta y cantaba a voces su cantar preferido, dando vueltas y más vueltas subiéndose las faldas y dejando que el viento las bamboleara. Su casa, pequeña y desvencijada, con las paredes encaladas cien años atrás y ahora de un color indefinible, siempre estaba abierta, y los niños acudíamos en tropel en busca de cuentos o historias de hadas o de brujas. Nos sentábamos haciendo corro a su alrededor y permanecíamos callados mientras ella desgranaba historias de malvados o de príncipes, pero que siempre acababan bien. A veces teníamos que espantar a las gaviotas, que se adueñaban de la casa y saltaban por la cocina arrebañando entre los platos o disputándose el botín.


Aparqué el coche delante de la iglesia, y tras contemplar uno por uno todos los edificios que enmarcan la plaza, me decidí, haciendo de tripas corazón, a entrar en la fonda, cuyo letrero permanecía impasible a pesar de los muchos años trascurridos. Al entrar una neblina me empañó las gafas, por la atmósfera cargada de calor y humedad, dejándome medio ciego por unos instantes. Me arrimé a la barra y con la ayuda del pañuelo quité el vaho a los cristales, acomodándome de nuevo las gafas delante de los ojos miopes que Dios me ha dado. Atendiendo la barra había una mujeruca de mediana edad que por el aspecto bien podía ser una de las sobrinas de la señora Laura, la hija menor de su hermana Rosa. Pregunté si habría alguna habitación libre y me dijo que todas las que quisiera pues en este tiempo de fríos y lluvia no suelen venir viajeros por aquí. Le pedí entonces la habitación pequeña que da al huerto y está contigua al comedor. Ella quedó muy sorprendida de que conociera hasta tal punto la casa, pues creía no haberme visto nunca hasta esa noche. Al decirle quién era, se puso muy contenta y una sonrisa de oreja a oreja le arrebató la cara, al tiempo que exclamaba ¡ay, doña Esmeralda, tan buena como era! ¿Y el señor doctor? Un hombre comedido, recto, intachable. En un tris estuve de no poder contener las lágrimas al oír las palabras de la mujeruca, que en un arrebato de alegría hasta me estampó un par de besos en las mejillas. Mientras apuraba la taza de ribeiro que me colocó delante, me vi sorprendido por un aluvión de preguntas, y en menos de cinco minutos me había sacado todas las noticias la bendita señora.


Caí rendido sobre la cama, al final de un día tan ajetreado, víctima del vaivén físico y mental que me había flagelado. Me quedé adormilado al poco rato, quizás con la ayuda de los vapores causados por el vino de la cena o el cocimiento que se traían los jugos intestinales con las dos docenas de navajas que me metí entre pecho y espalda para que el vino no viajara solo. No estoy acostumbrado a silencio de tal magnitud y la ausencia del más mínimo atisbo de ruido terminó por despertarme. Las siguientes horas fueron peores, pues desgrané con el viejo reloj del campanario cercano las doce campanadas del nuevo día y seguí haciéndolo cada hora, acompañando rítmicamente los tañidos de la campana vieja, la que da al sur, a la ría. El ulular de una lechuza me tuvo algún tiempo alerta, pero desapareció con un revoloteo suave seguido de un chillido casi imperceptible, seguramente de un topillo o ratón caído bajo las garras de la estrambótica señora de vestimenta blanca y grandes gafas transparentes. Sería ya la amanecida cuando caí dormido de verdad, aunque tuve un sueño en parte acogedor, en parte tétrico, pues me vi acompañando al Sochantre de Pontivy, que esta vez no amenizaba  a la tropa fantasmal de muertos bretones, sino que iba él mismo, fantasma de huesos con el bombardino bajo el brazo, de romería a San Andrés de Teixido; desperté helado por el sudor del miedo y por el frío ambiente de la habitación y me juré a mí mismo que no acabaría mi viaje por tierras galaicas sin visitar en vida a San Andrés, no me fuera a pasar lo que a muchos muertos que tuvieron que andar de feria con su osamenta por no cumplir el rito mientras andaban en carnes.


Desde el ventanal se contemplaba la ría envuelta a medias en la bruma, apacible la marea, tranquilas las gaviotas; y el huerto ahora era una nabiza espléndida, rodeado por tapias que daban cobijo a las camelias reventando de colores rojos y blancos. Irreal, completamente irreal me parecía todo aquello, volver de nuevo a mi patria, a mi infancia, aunque ahora despoblada de todos aquellos seres queridos de cuando fue verdad.        


El marido de Leonor, la sobrina y heredera de la fonda, me llevó a la bodega donde guardaba todos los utensilios de Manoliño. También estaba el lagar en que pisaba la uva negra para hacer el mosto que tanta fama le había dado. "Mire, doctor, estas uvas son de su tierra, las de aquí no valen nada, pues a causa del poco sol nacen anémicas y escasas de espíritu". También el aguardiente estaba escondido en la bodega, por la prohibición de hacerlo. En los viejos tiempos recuerdo que venía un aguardenteiro desde Cangas, con su carro tirado de dos bueyes y encima los artilugios para destilar el mosto, que parecían sacados de la tienda del mismísimo Arquímedes. No era muy apreciado el aguardiente oficial y el alguacil, un tal José pata chula, gozaba de fama de destilarlo como nadie, aunque siempre estaba al aliento de los civiles, sobre todo de un cabo mostachón que tenía más olfato que un perdiguero de Burgos, y localizaba el lugar en que andaban de alquimia, a pesar de que el pino y las ramas de eucalipto disimulaban el olor de los espíritus salidos del destilado.


He desayunado en el comedor, tranquilamente, contemplando y siguiendo con la cabeza el vuelo de las gaviotas reidoras y también sus peleas por los restos de pescado que roban al mar. Mientras engullía los trozos de roscón que llenaban por completo el plato, un gato parduzco ha venido a rascarse el lomo contra mi pierna; no ha aceptado unas migas que he dejado caer como por descuido, se ve que este gato no pasa hambre, a la vista está el  lustre que acarrea y seguramente más por el pescado que por los ratones. Se ha echado sobre mis pies a modo de manta y se ha puesto a ronronear. Años hace que murió nuestra gata de Angora, blanca como la nieve, dócil cuando le venía en gana, que comía de todo, hasta fruta; los plátanos eran su manjar preferido, aunque no dejaba atrás el pescado y menos aún la carne, sobre todo si era de cerdo. La primera vez que veraneó con nosotros llegó echa un guiñapo, llena de babas y vómitos. El coche era su gran enemigo, sobre todo por las vibraciones, que soportaba malamente. Tampoco el taxista la soportaba a ella, pues decía que le manchaba la tapicería: ¡buena estaba la tapicería como para ser manchada aún más, si ya era negra, cuando en su juventud no debió pasar de blanco hueso!  Dejamos al gato metido en una gran caja, en un rincón del salón, a sus anchas, para que se recuperara y nos echamos a la calle en busca de las novedades habidas desde nuestra última visita. Hasta la vuelta, bien entrada la noche, no reparamos en que habíamos dejado la puerta abierta; en cuanto mi hermana Conchita reparó en la ausencia del felino se armó la marimorena; buscamos en los lugares más recónditos, hasta el desván incluso, donde subimos el tabernero y yo alumbrándonos con un viejo quinqué que yo no había visto hasta entonces, ni ese ni ningún otro. En la troje no había otra cosa que mazorcas de maíz y patatas de muy diversas cosechas, olvidadas sabe dios cuanto tiempo atrás. También por los alrededores buscamos, en la plaza, en el huerto, en la calleja que da a la ría, en fin, que sólo faltó echar un pregón para que toda la aldea se enterara de que se había perdido un gato. Como no dimos con él se decidió que cada cual fuera a su aposento y a la mañana siguiente reiniciaríamos la búsqueda. No pude pegar ojo, no es que me importara en exceso el dichoso gato, aunque algún apego sí que le tenía, lo malo eran los jipíos que daba mi hermana, desconsolada por la pérdida de su “Aurorita”, ese nombre le había dado a su gata. Felizmente a la mañana vino una vecina preguntando si alguien sabía de quién era la gata que traía en brazos, tan tranquila y relajada que hasta daban ganas de regalársela, ingrata gata que había cambiado de dueños por unas horas sin inmutarse lo más mínimo. La señora Rosario nos contó que había aparecido en la noche, junto a la la reira, ya se sabe que los gatos siempre buscan el calor, incluso en verano, y que como parecía tan mansa la había tomado como huésped, dándole incluso un tazón con migas de leche, que Aurorita había aceptado complacida. Mientras la vecina contaba estas peripecias ante nuestra admiración y agradecimiento, Conchita cogió la gata, que había vuelto a los ronroneos al sentirse en brazos de su dueña, y se escondió en la habitación, no saliendo en todo el día más que para comer, y siempre con la gata en brazos, no fuera a ser que se la robaran.


La noche de mi llegada, mientras daba cuenta de las navajas, pregunté a Leonor si podía prepararme un cocido para la comida del día siguiente, y aquí me tienen embelesado en el pote que me ha preparado la sobrina de la señora Laura, con sus maravillosas patatas, unos grelos suaves y sedosos, y todo un conjunto de tocinos, chorizo, partes varias del guarro, y algún que otro trozo de vaca, con ese regusto ahumado que lo hace diferente a cualquier otro guiso. En agosto no era plato apropiado, pero todos los años, en el veraneo gallego, al menos un día –que por eso mismo era pura fiesta- se dedicaba a degustar un pote por todo lo alto. Aproveché que en la sobremesa se sentó la cantinera a charlar conmigo para indagar sobre el paradero de algunos de los personajes que habían sido algo en la aldea o compañeros en mis andanzas por los más recónditos lugares del pueblo y sus cercanías.


Había, a pesar de nuestra capacidad para infringir cualquier norma, un lugar del que huíamos aterrados, el camino del monasterio, al que aún hoy llaman la corredoira dos mortos. No se tiene conocimiento de cuándo empezó la leyenda, o quizás realidad, sobre aquel camino que lleva al monasterio de los monjes cartujos, hoy en ruinas. Vieron los primeros que lo contaron una hueste de fantasmas deambulando sin rumbo por la corredoira, y cuentan los más viejos que son almas en pena, desposeídas ya del cuerpo, que andan a la búsqueda de algún despistado vivo al que llevar a su mundo de sombras para ocupar el lugar de un muerto y que éste pueda descansar definitivamente sin verse obligado a semejantes correrías. Debe ser en la noche cuando el peligro es mayor y  la gente del lugar huye de ese paraje tan pronto como se ciernen las sombras sobre él.


¿Qué había sido de Carmiña, la mariscadora? Era mi obsesión, casi el motivo supremo del viaje en que me había embarcado. Ni Manolo, ni su santa esposa, ni tan siquiera mi amigo Pepiño, el mejor amigo, de la piel del diablo, me quitaban el sueño, no, eran mis ansias por saber qué había sido de la loca de la ría lo que me había traído de nuevo hasta la vieja fonda. Leonor me fue desgranando la historia, que parecía un relato fantástico de puro irreal.


Carmiña se hizo vieja, como cualquier mortal, naturalmente. Con los años fue perdiendo fuerzas y ánimo para ir al marisqueo. No pasó de pobre, claro, pero cada vez lo parecía más, y fue olvidándose de la vida, para caer en una desidia que apenas la dejaba ni comer. Encaneció hasta tal punto que sus largos cabellos, que le llegaban hasta la cintura, se volvieron blancos como la nieve, y con el cuerpo cada vez más escurrido de carnes, fue adquiriendo un aspecto más y más fantasmal. Cambió de amistades y el lugar de las gaviotas lo ocuparon los pájaros de las callejas que van y vienen por la trasera del pueblo hacia huertos y sotos. Les llevaba migajas de pan y se divertía viéndolos revolotear a su lado, saltando y picoteando. Les hablaba y contestaba a la conversación que le ofrecían sus amigos, pero tardó poco en hablar consigo misma, y ya no era feliz en la compañía de los pájaros, sino merodeando por las calles y plazoletas, o yendo hasta el borde de la ría, adonde acudía instintivamente cuando el tiempo barruntaba cambio.


Su última obsesión fueron los gusanos, a los que temía más que al maligno. Decía que su pobre cuerpo sería comido por ellos cuando la llevaran ya muerta hasta la tumba, y discutía consigo misma afirmando que no se dejaría llevar al cementerio nuevo, al que van los muertos de ahora, el que está sobre un otero y desde el que se divisa la entrada de la ría y si el día va claro hasta mar adentro se llega con los ojos. Aunque la decían que desde aquel lugar tendría buenas vistas, lo cual le agradaría más que a otros, pues tan amiga había sido del mar, no le convencía la propuesta y daba vueltas y más vueltas sobre la manera de librarse de los gusanos. Debió encontrarla, pues un día la vieron alejarse por la corredoira dos mortos y ya nunca más se supo de ella a pesar de que el pueblo entero se lanzó en su búsqueda; no quedaron piedra sin levantar, rincón sin mirar, pero Carmiña no apareció. Algunos osados se atrevieron incluso a introducirse en el camino del monasterio, eso sí, por los ribazos, sin ollar la tierra misma, y de día, que cuando amenazaban las primeras sombras corrían como alma que lleva el diablo en busca del amparo de las luces y las casas del pueblo.


Para ayudar a la digestión de tan fastuosa comida, no bien di una cabezada con la ayuda de un par de golpes de orujo, me pareció el momento oportuno, antes de que se hiciera demasiado tarde, para volver a la calleja que va trasera al caserón. Me sorprendió el descuido en que había caído, apenas sin espacio para poder pasar, casi cerrada por las zarzamoras, tan asilvestradas que cubrían casi por entero las tapias y el suelo. Caminé hundiendo los pies en el barro formado por las lluvias de finales del otoño y la espalda de la fastuosa casona del náufrago me pareció recorrida por una columna vertebral huesuda, retorcida y llena de jorobas, las ventanas sin cristales, los tordos revoloteando entre las tejas y adentrándose en las ausentes estancias. Me vi corriendo, años atrás, huyendo de los piratas que habían desembarcado en la bahía, que atacaban con una descarga de piedras desproporcionada y no eran otros que los chavales del pueblo del otro lado de la ría, aquel que tiene un cruzeiro de piedra tan bien tallado que arrebata el espíritu de sólo contemplarlo. Corríamos como posesos en busca del refugio y las mariposas estallaban a nuestro paso formando grandes nubes que parecían jugar con nosotros, acompasando su vuelo y dando vueltas y más vueltas en torno a nuestras cabezas; intentábamos escapar de ellas dando manotazos mientras huíamos del enemigo y ellas parecían responder con redoblada persecución que se unía a la de los temidos piratas lanzapiedras, dándoles el santo y seña de nuestra huida. El viejo caserón era nuestro refugio, pues habíamos descubierto un pasadizo oculto entre las hiedras, que llevaba hasta lo que parecía ser una enorme cocina, iluminada por una enorme claraboya que dejaba ver el cielo. Sabíamos que allí estábamos a buen recaudo por partida doble, pues a la dificultad de la entrada -aunque lograran encontrar la gatera- se unía el terror que les daba aquel fantasmal lugar, pues habíamos tenido buen cuidado de contar a los vecinos –en tiempos de paz, naturalmente- que la vieja casa era lugar nada recomendable, pues por ella vagaba de continuo el penitente el espíritu del indiano náufrago. En cuanto el tiempo escampaba Pepiño salía del refugio, pues no era cuestión que el susodicho fantasma fuera a darnos a nosotros el gran susto. No es que Pepiño tuviera pocos arrestos, ¡qué va!, lo que pasa es que como gallego que era los asuntos de la gente del más allá le merecían un respeto.  


¿Y de Pepiño qué ha sido?, había preguntado aquella tarde de confesiones. Leonor calló por unos instantes bajando la mirada y ruborizándose, luego sacó un pañuelo del bolsillo de la chaquetilla de lana y se secó las lágrimas que anegaban sus ojos. Recompuse al instante algunos viejos recuerdos y comprendí quién era aquella muchachita con la que tonteaba mi amigo los últimos veranos que pasé con mi familia en el pueblo. Pepiño no quería saber nada de la escuela, y poco más que leer y escribir malamente,  a más de las cuatro operaciones elementales, fueron capaces de meterle los abnegados maestros en el caletre que tenía por cabeza. Aunque era el gallito del grupo se comportaba rectamente y con dignidad, a pesar de que con demasiada frecuencia sus esbirros huyeran tras él ante tamaña cantidad de fuerzas enemigas, pues los zagales del otro pueblo cuanto menos nos triplicaban.


Defendía a Carmiña como si fuera carne de su carne y no permitía por nada del mundo que se burlaran o rieran de ella. Seguro que de haber tenido Pepiño mejor fortuna no hubiera ido a la deriva de la manera que fue la pobre mariscadora. Todas estas cosa me iban y venían, como un relámpago de tan vívidas y rápidas que se presentaban, en el silencio impuesto por mi informadora, que se levantó de la silla en que estaba sentada, frente a mí, sirvió dos vasos de aguardiente y volvió con ellos en la mano. Parece que el trago que se pegó le dio fuerzas suficientes para  responder.


-    Murió joven, dos o tres años después de que dejasteis de venir por aquí.


No me había pasado por la imaginación que mi amigo hubiera muerto, y menos a tan temprana edad. Era tan robusto y parecía gozar de tanta salud, que no se me hacía posible que la enfermedad se cebara en él. Sí me resultaba fácil entender que Manolo finara sus días por un vómito de sangre, casi con seguridad por los excesos con la bebida, pero a Pepiño no me lo imaginaba empalideciendo y adelgazando entre las toses mientras los bacilos le comían el pulmón poco a poco. Y todas esas conjeturas otra vez igual, como del relámpago, sin saber por qué, se venían sobre mi cabeza anegándomela. Esta vez fui yo el que sufrió el impacto y al igual que hiciera Leonor momentos antes, me apoyé en el brebaje antes de preguntar de nuevo.


-    ¿Y de qué mal murió Pepiño? - Leonor pareció extrañarse de mi pregunta.


-    De qué mal iba a ser, del mal de mar, como todos los pescadores: tarde o temprano el mar se los lleva.


Vi entonces a mi amigo en el fondo del mar, en aquella Costa da Morte de vientre repleto de hombres y barcos, y me lo imaginé paseando entre las quillas y las jarcias o levando anclas cuando ya las redes reventaban atestadas de peces; y lo vi escuchando el concierto de los pianos, esos que un día cayeron también cuando naufragó el barco que los portaba y muchos dicen que los oyeron quejarse hasta que llegaron al fondo de las aguas, y lo vi también asomándose a la superficie, donde las olas rompen contra las rocas, charlando con Carmiña, asomada sobre el acantilado.     


También yo tenía algo que contar, naturalmente. Leonor mostró contento al saber que mi madre aún vivía, a pesar de andar cercana a los noventa. Lo de mi padre la entristeció, sobre todo por la manera en que murió, aunque la consolé diciéndole que había muerto con las botas puestas; sabiendo cómo vivía su profesión qué mejor manera hubiera podido escoger que aquella que se le dio para culminar sus días. Yo no he visto nevar más que en la tele, me confesó Leonor al oír cómo se perdió mi padre en la nieve, cuando volvía de atender un parto en un pueblo de su extensa demarcación; cuando lo encontraron unos arrieros, caído al borde del camino, estaba totalmente congelado y medio enterrado por la nieve que le había caído encima. Dijo el forense que cayó del caballo y con la cadera rota no pudo defenderse de las desencadenadas y descomunales fuerzas de la naturaleza. Bueno, qué más da, ocurrió hace tiempo y nada vamos a arreglar.


Pasé luego a contarle algo de mi hermana. Conchita creció rápidamente y cuando me quise dar cuenta ya era otra persona distinta de aquella muchachita modosa, zalamera  y mimada que interpretaba el papel de la niña de la casa con absoluta transparencia, sin tapujo alguno. Al hacerse mayor le cambió el carácter, adquirió una personalidad fuerte y decidida, segura, y así se sumergió en la vida, con algún que otro golpe por la reciedumbre con la que se metió en el nuevo papel. Los novios le duraban un aire, con el primer marido aguantó casi dos años y finalmente encontró lo que vulgarmente se llama “el hombre de su vida” pues con él lleva más de veinte años, y ahí siguen, como si nada, agarrados a la vida viendo pasar los temporales.


Dormí mejor la segunda noche de mi regreso, pero antes de acostarme abrí de par en par el ventanal y dejé que el mar entrara de lleno en la habitación. El viento batía violento contra las verdes persianas anunciando la nueva borrasca y una lluvia fina y caprichosa me humedeció manos y brazos al intentar coger el negro mar que retrocedía en resaca descompuesta. Otro vendaval –de muertos- vino a mis sueños como si compusieran un coro de tragedia griega. Allí estaban Carmiña y mi amigo Pepiño jugando con la marea y las gaviotas, y también el bueno de Manolo y mi padre con Aurorita adormilada en sus brazos. Sentí un alivio infinito y el sueño plácido y tibio me llevó por las playas de arena y los acantilados, remonté las rías y llegué a las fuentes de los ríos, volé al fin con las gaviotas sobre las islas Cíes y me vi allí abajo y me reconocí; era tan maravilloso el viaje que el despertar me pareció una ruptura y todo el día estuve con la herida escociéndome en la garganta.  


Me levanté temprano pues me quedaba una larga jornada hasta San Andrés, desayuné en silencio y me despedí de los posaderos con gran efusión por su parte, recomendándome que volviera alguna que otra vez a visitarlos, pues les daría mucho gozo. En la calle andaban en preparativos para alguna fiesta y ya habían levantado una carpa rellena de bancos y sillas, supongo que para alguna pulpeirada o cosa parecida. Subí al coche que arrancó dejando atrás la vida misma, pero como a la esposa de Lot, también a mí me pudo la tentación al dejar a un lado la corredoira del Monasterio y volví la cabeza para mirar. Sí, allí estaba, era ella, quién si no; levantó la mano saludándome, sonriente entre el revoloteo de las grajillas que la acompañaban.

Comentarios

  1. Gracias por traernos de nuevo su recuerdo. Efectivamente, personalidad desbordante, inquietante como inquieta, rica en matices de los cuales hemos tenido la suerte de atesorar tanto físicos como espirituales. Un hombre que no nos dejó indiferentes y del cual todos nosotros guardamos anécdotas. Un fuerte abrazo.
    BB

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  2. Me gusta cómo escribes y lo que dices y el cariño con el que recuerdas a la familia, especialmente a tu padre.
    M.A.M.

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