EL LIBRO DE LOS ABRAZOS. Eduardo Galeano.

Hace unas semanas, casi a la par, se fueron Eduardo Galeano y Günter Grass.
Aunque uno no es amigo de necrológicas, quizás vaga la pena su recuero a través de la obra que nos dejaron. Dado que uno trata de glosar algún que otro libro, de alguna manera, me centraré en ello.
Del alemán poco queda por decir que no se haya dicho. En realidad tuvo una prematura muerte ahogado por el éxito, del que -creo yo- no logró o intentó recuperarse. Su Tambor de hojalata puede ser un clásico del siglo XX, aunque me temo que, al igual que su paisano, Heinrich Böll (Opiniones de un payas)), con más peso literario que él, desaparezca en poco tiempo de la lista de los elegidos. Algo parecido ha ocurrido con nuestro Camilo José Cela, del que recordamos  más sus baladronadas que los libros que salieron de su inquieta pluma.
El caso es que el alemán, que al parecer fue todo un referente ético para más de una generación su país. Perdió gran parte de aura mítica cuando tuvo el valor de practicar aquel deshabillé cebollero que tanto nos sorprendió. El caso es que su Oscar Matzerath, el niño que se niega a crecer, es todo
 un símbolo de la conciencia obsesa y maligna del Tercer Reich. Pero su Pelando la cebolla, una especie de autobiografía, lo lleva a los infiernos, pues muchos se preguntaron ¿Quién era él, que nos recuerda su pasado nazi a los 17 años, para reconducir moralmente al pueblo alemán? Bien, pues dicho esto solo me queda recomendar la lectura de esos que son sus dos libros principales.

En cuanto a Eduardo Galeano, quizás sea un autor menos conocido entre nosotros, a pesar del origen uruguayo y la influencia que ha tenido en el panorama de las ideas políticas en América. Su más conocido libro, Las venas abiertas de América Latina, es un panfleto político insufrible hasta para él mismo, que llegó a decir que sería incapaz de acabar su lectura (bien es cierto que eso lo dijo muchos años después de la publicación). A pesar de estar trasnochado sigue siendo, según he leído, el libro más robado en las librerías y bibliotecas de Argentina. Vale, pues allá ellos. Lo que parece claro es que tales ideas, las plasmadas en el susodicho, constituyeron un alimento fundamental de la juventud latinoamericana y de diversos movimientos revolucionarios. Contribuyeron a darle prestigio las prohibiciones de las dictaduras uruguaya, argentina y chilena.  Mas  cuando empezaba a estar en el recuerdo se llevó un enorme empujón publicitario, pues todos pudimos ver en la pequeña pantalla cómo Hugo Chaves regalaba el libro a Barack Obama en la V Cumbre de las Américas.  Queda claro pues que si sugiero hoy una lectura no va a ser esta. Otros libros tiene Galeano, más allá del ensayo que acabo de citar, y entre todos ellos me atrevo a sugerir uno que no puede dejar de gustar a quien se deje inundar por ese mar poético de profundas aguas que es El libro de los abrazos.
Pero ¿qué es El libro de los abrazos? Yo diría que un poemario en prosa, o sea una prosa poética que  destila belleza y sentimiento en pequeñas y sutiles dosis, cual gota de rocío que cae de la rosa recién abierta al amanecer, escondida en cualquier jardincillo de una desierta calleja.
El Libro de los abrazos es de una hermosura poco común. Aunque puede leerse de una vez, en muy poco tiempo, es de esos libros en que uno vuelve hacia atrás, lee y relee páginas ya pasadas y medio olvidadas. No me parece libro apto para lectura electrónica, en el fondo casi ningún libro me lo parece, pero este menos aún.
Diría que en realidad es un conjunto de pequeños, a veces pequeñísimos relatos, sobre todo lo divino y lo humano. Son memorias y desmemorias que cuentan personajes reales y ficticios, varados en el hambre o el olvido, mitad alegría mitad tristeza, que dejan una huella imborrable en el alma. Y como final de este humilde recuerdo nada mejor que sus palabras, en el relato que titula Nochebuena:

Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar.
Hizo un último recorrido por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizás pedían permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:

-Decile a…-susurró el niño-. Decile a alguien, que yo estoy aquí.

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