LOS NOVIOS. Alessandro Manzoni.

Los novios (en italiano I Promessi Sposi) es el título de la obra más importante del italiano Alessandro Manzoni. El libro es el primer exponente de la novela italiana moderna y se considera  una de las obras más importantes de la literatura italiana.  Fue publicada en diversas versiones, aunque la definitiva y actual es la de 1842.
La novela transcurre en Lombardía, entre 1628 y 1630, durante el gobierno español, aunque la zona es dominada por Austria, sobre la cae una sutil pero acerada crítica. Cuenta la historia de los prometidos Renzo y Lucía, del pueblecito de Lecco, a orillas del lago de Como, que ven truncado su intento de casarse por la intervención criminal del noble del lugar. Su comienzo lírico y descriptivo, oculta un más profundo estudio de los personajes y la época. Empieza así:
Ese ramal del lago de Como, que tuerce hacia el Mediodía, entre dos cadenas ininterrumpidas de montañas, todo él ensenadas y golfos, según sobresalgan o se internen aquéllas, viene, casi repentinamente, a estrechase, y a tomar curso y aspecto de río, entre un promontorio a la derecha, y un amplio declive al otro lado; y el puente, que allí enlaza las dos orillas, parece hacer aún más evidente a la vista esta transformación, y señalar el punto en el que el lago cesa, y recomienza el Adda, para luego volver a tomar el nombre de lago allí donde las riberas, alejándose de nuevo, dejan al agua dilatarse y remansarse en nuevos golfos y ensenadas.
El señor del lugar, Don Rodrigo se encapricha de Lucía y manda a sus secuaces a intimidar a don Abbondio, cura del pueblo, para que se niegue a casar a la pareja, Renzo Tramaglino y Lucía Mondella. Veamos cómo el cura se encuentra con los bandidos que están al servicio del noble:
El cura, tras dar vuelta al recodo, y dirigiendo, como acostumbraba, su mirada a la capilla, vio una cosa que no se esperaba, y que no hubiera querido ver. Había dos hombres, uno frente a otro, en la que podría llamarse confluencia de las dos veredas: uno de ellos, a horcajadas sobre el muro bajo, con una pierna colgando por fuera, y el otro pie posado en la calzada; su compañero de pie, apoyado en la tapia, con los brazos cruzados sobre el pecho. El traje, el porte, y lo que, desde el sitio a donde había llegado el cura, se podía distinguir de su aspecto, no dejaban lugar a duda acerca de su condición.
El discurso de este encuentro prosigue y en él vemos las intenciones del noble para con los novios:
—Señor cura —dijo uno de los dos, clavándole los ojos en la cara.
—¿Mande vuestra merced? —respondió al instante don Abbondio, levantando los suyos del libro, que se le quedó abierto de par en par entre las manos, como sobre un atril.
—¡Voacé tiene intención —prosiguió el otro con el aire amenazador e iracundo de quien sorprende a un inferior suyo a punto de cometer una fechoría—, voacé tiene intención de casar mañana a Renzo Tramaglino y a Lucía Mondella!
—Bueno... —respondió, con voz temblorosa, don Abbondio—, bueno, vuestras mercedes son hombres de mundo, y saben muy bien cómo se hacen estas cosas. El pobre párroco no cuenta para nada: ellos se lo guisan, y después... y después, vienen a nosotros, como se iría a un banco a cobrar dinero; y nosotros,... nosotros somos los servidores del pueblo.
—Pues bien —le dijo el bravo, al oído, pero con tono solemne de mando—; esa boda no ha de hacerse, ni mañana, ni nunca.
Fácil es deducir cómo se quedó el pobre novio al darle don Abbondio la negativa a casarlo con Lucía:
—Señor cura, he venido para saber a qué hora le conviene que nos encontremos en la Iglesia.
—¿De qué día me habláis?
—¿Cómo que de qué día? ¿No recuerda que se ha fijado para hoy?
—¿Hoy? —replicó don Abbondio, como si oyese hablar de ello por primera vez—. Hoy, hoy... tened paciencia, pero hoy no puedo.
—¡Que hoy no puede! ¿Qué ha pasado?
—Ante todo, que no me encuentro bien, ya veis.
—Lo siento; pero lo que ha de hacer es cosa de tan poco tiempo, y de tan poco trabajo...
—Y además, y además, y además...
Renzo acude a un abogado que resulta ser amigo del poderoso noble, que al enterarse de lo que le cuenta echa al pobre muchacho con cajas destempladas:
—¡Alto ahí! —interrumpió al punto el abogado, frunciendo las cejas, respingando su roja nariz, y torciendo la boca— ¡Alto ahí! ¿Por qué venís a molestarme con esas patrañas? Esas cosas, decidlas entre vosotros, que no sabéis medir las palabras; y no vengáis con ellas a un hombre de honra que sabe lo que valen. Marchaos, marchaos; que no sabéis lo que decís; yo no trato con chiquillos; no quiero oír esa clase de cosas, esas patrañas.
No voy a deshacer por completo el entuerto, pero sí que me permitiré introducir en este resumen una nueva figura, que es la de fray Cristóforo, que ante don Rodrigo pretende interceder por los novios, aunque  con nulo éxito:
—Vengo a proponer a vuestra merced un acto de justicia, a rogarle una caridad. Ciertos hombres de mala calaña se han escudado en el nombre de vuestra señoría ilustrísima, para atemorizar a un pobre párroco, e impedirle cumplir con su deber, y para abusar de unos inocentes. Vuestra merced puede, con una palabra, confundirlos, restituir al derecho su fuerza, y aliviar a aquellos a quienes se ha hecho tan cruel violencia. Lo puede; y pudiéndolo..., la conciencia, el honor...
—Vuestra merced me hablará de mi conciencia, cuando vaya a confesarme. En cuanto a mi honor, ha de saber que su custodio soy yo, y sólo yo; y a quienquiera que osase compartir conmigo ese cuidado, lo considero como al temerario que lo ofende.
Los jóvenes, ante la sospecha de males mayores, abandonan la aldea. Lucía y su madre, Agnese, se refugian en un convento de Monza, mientras que Renzo marcha a Milán. En su huida del pueblo por el acoso de don Rodrigo, Lucía expresa el Addio ai monti, uno de los momentos cumbre de la literatura italiana, que bien podría ponerse en boca de cualquiera que abandone involuntariamente su tierra:
¡Adiós, montes emergentes de las aguas, y elevados al cielo; cimas desiguales, conocidas por quien creció entre vosotras, e impresas en su mente, no menos que lo está la imagen de sus seres más queridos; torrentes, cuyo rumor distingue, al igual que el sonido de las voces domésticas; aldeas dispersas, que blanquean en la pendiente, como rebaños de ovejas paciendo; ¡adiós! ¡Cuán triste es el paso de quien, crecido entre vosotros, se aleja!
En Milán Renzo se ve envuelto, sin apenas enterarse, en los disturbios del pueblo llano por la carestía del pan:
Por estas y por otras cosas semejantes que veía y oía, Renzo empezó a comprender que había llegado a una ciudad sublevada, y que aquél era un día de conquista, o sea en que cada cual pillaba, en proporción a su voluntad y su fuerza, dando palos en pago. Por más que deseemos dejar hacer un buen papel a nuestro pobre montañés, la sinceridad histórica nos obliga a decir que su primer sentimiento fue de placer. Tenía tan pocos motivos de satisfacción por la marcha ordinaria de las cosas, que se hallaba inclinado a aprobar aquello que la cambiase de algún modo. Y, por otra parte, no siendo en absoluto un hombre superior a su siglo, vivía también él con aquella opinión o pasión común, de que la escasez de pan era ocasionada por los acaparadores y los panaderos; y estaba dispuesto a encontrar justo cualquier medio de arrancarles de las manos el alimento que ellos, según esa opinión, negaban cruelmente al hambre de todo un pueblo.
Lorenzo es apresado por las fuerzas vivas, pero aprovecha el tumulto para escapar de sus manos:
Escapa, escapa, buen hombre: ahí hay un convento, allá una iglesia; por aquí, por allí —le gritan a Renzo de todas partes. En cuanto a escapar, figuraos si necesitaba consejos. Desde el primer momento que había relampagueado en su mente la esperanza de librarse de aquellas garras, había empezado a hacer sus cálculos, y determinado, si la cosa resultaba, andar sin detenerse, hasta encontrarse fuera, no sólo de la ciudad, sino también del ducado.
Camina hacia Bérgamo al encuentro de su primo Bórtolo, que le ayuda a sobrevivir trabajando en la industria de la seda:
Anda que te andarás: llegó a un punto donde el campo cultivado moría en una gándara sembrada de helechos y brezos. Le pareció, si no indicio seguro, sí al menos cierta señal de río cercano, y se adentró por ella, siguiendo un sendero que la atravesaba. Dados unos pasos, se detuvo a escuchar; mas en vano también. Aumentaba el fastidio del viaje, lo salvaje del lugar, el no ver ya ni una morera, ni una vid, ni otras señales de cultivo humano, que antes casi parecían hacerle media compañía. A pesar de ello, siguió avanzando; y, como en su mente comenzaban a suscitarse ciertas imágenes, ciertas apariciones, dejadas allí por los relatos que había oído contar de niño, para espantarlas, o para aplacarlas, rezaba, caminando, oraciones por los muertos.
Mientras tanto don Rodrigo localiza el convento donde se ha escondido Lucía y pide a un famoso bandido, el Innominado, que la rapte y se la entregue:
Lucía volvió la cabeza aterrada, y lanzó un grito; el malandrín la metió a la fuerza en la carroza: uno que estaba sentado delante, la cogió y la obligó, por más que ella se debatía y chillaba, a sentarse frente a él: otro, poniéndole un pañuelo en la boca, ahogó el grito en su garganta. Mientras tanto el Nibbio entró también a toda prisa en el coche: la portezuela se cerró, y la carroza partió a la carrera.
Pero en el Innominado, a la vista de la joven, tan injustamente atormentada, y con la llegada del cardenal Borromeo, se produce una profunda crisis de conciencia: en lugar de entregar a la joven a las manos de Don Rodrigo, la libera después de hablar con el cardenal:
EL cardenal Federigo, mientras esperaba la hora de ir a la iglesia a celebrar los oficios divinos, estaba estudiando, como solía hacer en todos sus ratos perdidos; cuando entró el capellán crucifero, con el rostro alterado.
—¡Una extraña visita, realmente extraña, monseñor ilustrísimo!
—¿Quién es? —preguntó el cardenal.
—Nada menos que el caballero... —prosiguió el capellán; y recalcando las sílabas de un modo muy significativo, pronunció aquel nombre que nosotros no podemos escribir para nuestros lectores. Luego añadió:
—Está ahí fuera, en persona; y pide nada menos que ser recibido por vuestra señoría ilustrísima.
—¡El! —dijo el cardenal, con el rostro animado, cerrando el libro, y levantándose de su asiento—: ¡Hacedle pasar!, ¡hacedle pasar en seguida!
—Pero... —replicó el capellán, sin moverse—, vuestra señoría ilustrísima debe saber quién es ese hombre: el bandido, el famoso...
—¿Y no es una suerte para un obispo, que a semejante hombre le haya nacido el deseo de venir a verlo?  
Entre tanto Renzo regresa a Milán para reencontrarse con su novia. Llega aquí uno de los momentos clave de la novela, con la descripción de la peste milanesa de 1630, precedida por la otra epidemia más frecuente, la del hambre:
«Vi yo», escribe Ripamonti, «en el camino que rodea la muralla, el cadáver de una mujer... Colgaba de su boca hierba a medio masticar, y sus labios todavía hacían casi un gesto de esfuerzo rabioso... Llevaba un fardillo al hombro, y sujeto con los refajos a
su pecho un niño, que llorando pedía de mamar... Y habían acudido personas compasivas, las cuales, recogiendo a la infeliz criatura del suelo, se la llevaban, cumpliendo así entre tanto el primer oficio materno».
Y la epidemia llega a tal situación que es imposible controlarla:
Así pues, encontrándose repleta de cadáveres una amplia, pero única fosa, que había sido abierta cerca del lazareto; y quedando, no sólo en él, sino en cada parte de la ciudad, insepultos los nuevos cadáveres, que cada día eran más, los magistrados, tras haber buscado en vano brazos para la triste tarea, se habían visto reducidos a confesar que ya no sabían qué partido tomar.
Renzo busca desesperadamente a Lucía, en medio del constante acarreo de los muertos para ser enterrados. ¿Y don Rodrigo? ¿Qué ha sido de él”:
Una noche, hacia finales de agosto, justo en el colmo de la peste, volvía don Rodrigo a su casa, en Milán, en compañía del fiel Griso, uno de los tres o cuatro que, de toda su servidumbre, le habían quedado vivos. Volvía de una reunión de amigos que solían darse a la crápula juntos, para olvidar la melancolía de aquellos tiempos: y cada vez había algunos nuevos, y faltaban de los antiguos. Aquel día don Rodrigo había sido uno de los más alegres; y entre otras cosas, había hecho reír mucho a la compañía, con una especie de elogio fúnebre del conde Attilio, a quien se había llevado la peste dos días antes.
Pero, mientras andaba, sentía un malestar, un abandono, una flojera en las piernas, una pesadez en la respiración, una quemazón interna, que hubiese querido atribuir solamente al vino, al trasnochar, a la estación. No abrió la boca en todo el camino; y sus primeras palabras, al llegar a casa, fueron ordenar al Griso que lo alumbrase para ir a su habitación. Cuando estuvieron allí, el Griso observó el rostro de su amo, desencajado, encendido, con los ojos fuera de las órbitas, y brillantes, muy brillantes; y se mantenía a distancia: porque en aquellas circunstancias, cualquier granuja había debido adquirir, como quien dice, ojo clínico.
 Renzo conoce que Lucía vive en Milán y la busca desesperadamente. Le dicen que la han llevado al lazareto y a él se dirige:
Imagínese el lector el recinto del lazareto, poblado por dieciséis mil apestados; aquel espacio totalmente abarrotado, en unos lados de cabañas y barracas, en otros de carros, en otros de gente; aquellas dos interminables fugas de pórticos, a derecha e izquierda, llenas, atestadas de enfermos o de cadáveres mezclados con ellos, encima de sacos, o sobre la paja; y por encima de toda aquella inmensa yacija, un hormigueo, una especie de oleaje; y aquí y allá un ir y venir, un pararse, un correr, un agacharse, un levantarse de convalecientes, de frenéticos, de sirvientes.
Tal fue el espectáculo que ocupó de golpe la vista de Renzo, y lo clavó allí, abrumado y oprimido. Este espectáculo nosotros no nos proponemos ciertamente describirlo parte por parte, ni el lector lo desea; tan sólo siguiendo a nuestro joven en su penoso recorrido, nos pararemos en sus paradas, y de lo que le tocó ver diremos cuanto sea necesario para contar lo que hizo, y lo que le aconteció.
Logra encontrarla en ese maremágnum, mientras convalece de la enfermedad, que también a ella le ha afectado. Pero en el lazareto se encuentra con dos de los antiguos conocidos: por un lado  fray Cristóforo, dedicado a cuidar de los enfermos, que fatalmente contrae la enfermedad y muere; por otro lado, moribundo, abandonado y sólo, aparece don Rodrigo en un rincón. Renzo y Lucía se apiadan de él y le perdonan..
Finalmente los novios vuelven a su pueblo, donde se congratulan con el viejo cura, que accede, ahora sí -sabedor de que don Rodrigo ha muerto-, a casarlos, yéndose a vivir los nuevos esposos a la tierra que acogiera a Renzo, Bérgamo, donde discurrirá su nueva vida plácidamente.
Pues bien, sugiero la lectura de esta novela, considerada  una de las primeras que pudieran llevar el adjetivo de “histórica”, pero que es mucho más que eso. Es cierto que a través de sus páginas aparece ese confuso período de la historia italiana en la lucha por el poder en los pequeños estados en que estaba dividida la península itálica. Y también refleja la influencia de la Iglesia, no siempre benéfica, sobre las estructuras de poder terrenales, no sólo sobre las conciencias. Refleja también la vida miserable de las pobres gentes en una época dura y siniestra. Es un alegato contra las guerras, contra los ejércitos, contra los poderosos que usan de la violencia sin recato alguno. Es a la postre un relato de enorme belleza.

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