VIAJE A LA ALDEA DEL CRIMEN, de Ramón J. Sender. Periodismo literario en el primer tercio del siglo XX.
Vuelve a estar de actualidad, merced a la novedosa
publicación por la editorial Libros del asteroide, con un estudio-prólogo
previo de Antonio G. Maldonado, el relato periodístico de Ramón J. Sender sobre los acontecimientos
ocurridos en Casas Viejas (pedanía de Medina Sidonia, en la provincia de Cádiz)
la noche y primeras horas del 10 al 11 de Enero de 1933.
De este Viaje suele
decirse que es un antecedente del nuevo periodismo, pero ¿por qué llamar
antecesor a quien fuera abanderado de ese periodismo que informa, toma partido
y narra de una manera literaria los acontecimientos políticos y sociales de la
época? No debemos olvidar que los relatos publicados a manera de crónica diaria
(por entregas) en el periódico anarquista La
Libertad y al año siguiente, 1934, en forma del libro que conocemos, se
adelanta en décadas al paradigmático A
sangre fría, de Truman Capote, también publicado en cuatro entregas. Por
cierto que otros nombres emblemáticos del nuevo periodismo de investigación en
España como Josep Pla, Josefina Carabias y desde luego Manuel Chaves Nogales,
Gaziel y Augusto Assía, bien merecen una entrada en este humilde blog para
hablar de su casi olvidada obra. Tiempo al tiempo.
Ramón J. Sender no describe una Andalucía romántica, de
leyenda, con sus paisajes o sus contrabandistas que roban al rico para dar al
pobre, no, aunque sean partes que sirven a su descripción, que no es otra que
el paisaje del hambre de ese pueblo de campesinos que no tienen donde trabajar,
que reciben una limosna que no les llega para comprar una hogaza y que se alzan
contra las fuerzas vivas que no hacen sino defender los privilegios del
señorito, dueño de las tierras incultas que se extienden ante sus ojos.
La España republicana de 1933, con Azaña a la cabeza, titubea
entre los ataques de la derecha monárquica y la anarquista CNT. Este sindicato convoca
una huelga revolucionaria para el 8 de Enero, sin éxito. Los sindicalistas de
la pedanía de Casas Viejas se alzan contra la miseria a la que se ven abocados
y pretenden imponer un comunismo libertario. Se hacen con las escopetas que
usan para la caza y parlamentan sin éxito con los guardias civiles, que
responden con varios tiros de máuser. El cabecilla llamado Seisdedos afina la
puntería y descarga sendos tiros a dos guardias cuando su silueta aparece en
las ventanas del cuartel. Aunque los rebeldes han cortado la línea de teléfono,
es reparada y en Medina Sidonia y Cádiz se conocen los hechos, enviando la
autoridad una nutrida expedición de guardias de asalto (cuerpo creado por la
República, que no se fiaba de la Guardia Civil), que toman el pueblo como si
estuvieran aún en la guerra de Marruecos. Seisdedos y varios familiares se
cobijan en su choza que es asaltada, tiroteada, bombardeada y quemada, no
quedando nadie con vida (hombre, mujeres, algún niño). No contestos con la hazaña,
los guardias de asalto hacen una auténtica razzia, sacando de sus casas a
hombre, viejos, jóvenes, mujeres y los ejecutan delante de la arrasada choza de
Seisdedos, con un balance final de veinticinco muertos y más de cien detenidos.
El periodista Ramón J. Sender, que ya era suficientemente
conocido, se desplaza al lugar de los hechos para investigar, preguntando acá y
allá, sobre lo sucedido. Sus relatos, comenzados a publicar nueve días después
de ocurridos los incidentes, tienen un impacto social y político de enorme envergadura.
La versión oficial dada por la República, falseaba claramente lo ocurrido,
aunque a día de hoy se sabe con certeza que Azaña era desconocedor de los
mismos y para nada tomó la decisión de masacrar a los campesinos, como se dijo
en aquellas fechas (“Ni heridos ni prisioneros, los tiros a la barriga” es la
frase que se puso en boca del mismo para explicar sus órdenes). En cualquier
caso los sucesos de Casas Viejas contribuyeron de manera clara al desprestigio
de republicanos y socialistas y sobre todo a la dimisión de Azaña, que vio cómo
poco después las fuerzas de la izquierda perdían las elecciones y se instauraba
el llamado Bienio Negro.
No cabe duda que Ramón J. Sender hizo un relato inolvidable
de los asesinatos de Casas Viejas, pero no es menos cierto que desde el punto
de vista historiográfico, e incluso político, se equivocó totalmente, estando a
día de hoy descartada la implicación del gobierno (de Azaña y de su ministro
Casares Quiroga). En su defensa cabe añadir que en aquellos días se vivía el
descontento provocado por una frustrada Reforma agraria, y con una sociedad
dubitativa y mayoritariamente desencantada con la República.
El relato comienza con el viaje del escritor, que se inicia
en Madrid y cruza las tierras manchegas y andaluzas en avión, recabando en
Sevilla. Expresa en un lenguaje casi expresionista y cinematográfico lo que va
viendo y cómo parece ganar tiempo al tiempo simulando llegar momentos antes de que
los hechos ocurran.
“Si pudiéramos en este avión dar la vuelta al planeta en
menos de veinticuatro horas—aunque sólo fuera en veintitrés horas cincuenta y
cinco minutos—, al cabo de varias vueltas en dirección opuesta al Sol, le
habríamos ganado al tiempo una hora, y siguiendo así podríamos retroceder
algunos días y hasta años. La biología no es fiel al tiempo abstracto; si no, podríamos
incluso volver a la infancia… ¿Habremos ganado cuatro días al tiempo? Eso
queríamos nosotros, por lo menos, para llegar a Medina Sidonia y a Casas Viejas
con tiempo para presenciar lo que ha sucedido ya. Al salir, un calendario nos
da la razón en la consigna. Hemos llegado cuatro días antes”.
Llega a Medina Sidonia en medio del aguacero. Le sorprende
la luz, lo blanco y lo verde, pero ya comienza a brotar ese otro paisaje, el
del hambre.
La ciudad no tiene obreros. ¿Dónde
están los obreros? Ya hemos dicho que tiene la ciudad lujos e insolencias de
bienestar poco propicios para que los holle la alpargata podrida, la cara sin
afeitar del bracero, la colilla del hambriento. Más adelante, en la plaza,
vemos, bajo los soportales del Ayuntamiento, hasta trescientos hombres apiñados
a resguardo de la lluvia. Las ropas mojadas se pudren con el calor febril del
hambre. Bajo los arcos huele a enfermedad. Esperan dos o tres horas a que suene
su nombre y asome por una ventana el brazo uniformado de un guardia con un
papelillo en la mano. Reciben un bono que les permite adquirir una peseta de
víveres. Lo pagan los terratenientes y los comerciantes en un impuesto. Claro
es que luego éstos lo cobran con creces al venderles artículos caros y malos.
Algunos de estos obreros tienen que sostener a ocho o diez de familia. ¿Con
qué? En una tienda señalamos un pan de kilo y medio, que es el tipo de
fabricación de aquí.
—¿Cuánto vale esto?
—Noventisinco sentimos, señor.
Y remata contundentemente:
Un compañero, con el que celebramos
haber coincidido en el viaje, nos dice cuando volvemos a la fonda: —Después de
ver a estos hombres, da vergüenza comer.
Cuando llega a Casas Viejas,
contempla la tragedia del hambre y lo expresa tan descarnadamente que sobrecoge
su relato, al que aporta la descripción de las chozas en que viven.
En Casas Viejas, como en el resto
de Andalucía, hablan recio los que comen. Hablan quedo los hambrientos. Así es
de terriblemente simple la cuestión. Pero observemos también que el hambriento
de Andalucía no es como el de Castilla o el del Norte. No es un ser reflexivo
que busca salidas ingeniosas para ir malviviendo. Que «se las apaña» como
puede. Aquí no puede de ninguna manera. Hay un hambre que no es ya humana, ni
ciudadana. Un hambre cetrina y rencorosa, de perro vagabundo… Así habrán
logrado —como hizo el setentón «Seisdedos»— una choza cuadrangular de tres
metros de lado y otros tres de altura. Claro es que este género de viviendas es
muy frágil. Se las puede llevar el viento. Para evitarlo, están construidas en
la parte oeste de una colina, a resguardo del «levante». Hay, además, unos
altozanos erizados de espesas chumberas que las protegen. Se dirá que un
chubasco puede inundarlas: pero los vecinos de Casas Viejas no podían menos de
demostrar el mismo ingenio que algunos animales, y han trazado sus chozas lejos
de valles y hondonadas: en una escarpada torrentera.
El periodista, el hombre comprometido, entra en materia con
claridad meridiana, expresando la desesperación de aquellas gentes:
Para evitar el levantamiento de esos centenares de hombres
existe el subsidio. Lo que todos los obreros llaman —sin intención política, sin
sarcasmo— la limosna…El subsidio les permite hacer sopas de pan una vez al día
si la familia no es muy numerosa…El campo les espera hace muchos siglos y son
muchas las generaciones que han sufrido hambre y que han languidecido y muerto sin
poder arañarle las entrañas. El subsidio —la limosna— no hace sino arrebatarles
a los campesinos lo único que les quedaba: la dignidad de su trabajo y de su
jornal.
Luego habla de los sindicalistas y de Curro Cruz, su líder,
apodado Sesidedos y de su filosofía de la vida:
A veces bromeaba con los suyos
sobre las mismas cuestiones ideológicas. Solía decir a los campesinos del
Sindicato: —¿No. sabéis cómo ha sido eso de que unos sean ricos y otros pobres?
Y repetía, ya un poco maniático —los años—, su versión, que todos conocían: —Al
prinsipio, tó era de nadie. Uno que tenía una jaca ligera salió al campo y
cortó tierra. Otro que sólo tenía un caballejo, cortó menos, pero también argo.
Luego salieron seis u ocho a pie. Pero nuestros pobres agüelos eran baldaos.
Va llegando la noche y los sindicalistas hacen acopio de las
zorreras –las escopetas- y cuantos cartuchos encuentran. El alcalde, el único
republicano en el pueblo, parlamenta sin éxito con unos y con otros. Seisdedos
impone las consignas.
Sabréis que ayer tuve carta
como que se va a implanta hoy el comunismo libertario en toda España.
Nosotros estamos hartos de pasa hambre y de resibí la limosna y de no hasé
na. Vamos a seguí el ejemplo de los compañeros de otras partes, pero sin
derrama sangre.
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Pero los guardias civiles no se pliegan y dos disparos de máuser
rompen el silencio de la noche. El Seisdedos coge su escopeta y seguido de unos
cien hombres se dirige al cuartel. Allí su gente quiere disparar pero él manda
esperar hasta que amanezca, pero se cruzan algunos disparos entre ambas partes…
Miraba al cielo, que comenzó a clarear poco después.
Preguntó si había bajas. Se animó al saber que no. La luz destacaba ya
perfectamente sobre el blanco de los muros la sombra cuadrada de las ventanas.
Entonces se incorporó, avanzó a cuatro manos y asomó la escopeta entre dos
piedras. Estuvo largo rato afinando la puntería y aguardando. Disparó. Un
guardia se levantó convulsivamente tras la ventana y cayó con la cabeza
abierta.
—¡Es el sargento!—gritaron aquí y allá.
«Seisdedos» había vuelto a cargar la escopeta,
impasible. Dentro de la habitación se vio una sombra que, sin duda, acudía en
auxilio del herido. Sonó otro disparo del «Seisdedos», y la sombra dio un
alarido y cayó también.
La tragedia empieza a
mascarse. La noche será larga. Llegarán los de asalto en apoyo de los civiles.
Entonces arrasarán la choza de Seisdedos, donde se defiende hasta el final
junto con su familia. Después la tragedia se irá incrementando y un puñado de
hombres caerán, víctimas de la violencia oficial, rematados la mayoría por
tiros en la cabeza, en la frente, como describirá más tarde el forense.
En fin, un relato
estremecedor, en el que no faltan las peripecias en que se ve envuelto el autor
cuando intenta abandonar el pueblo, presionado por los señoritos, que intentan
que no se publique nada sobre los hechos ocurridos y que conminan a los
temerosos a levantarse contra el periodista y lincharlo haciéndolo autor
intelectual de la rebelión libertaria ocurrida en el pueblo.
Es un libro pequeño, muy
diferente a esos bestsellers que inundan hoy día las librerías; pero es un
libro con alma y que no deja indiferente a nadie. Un libro que debería leerse.
Os animo a ello.
Para terminar
os recuerdo algunas de las obras que hicieron famoso a Ramón J. Sender y que
bien podrían traerse a la actualidad por su indiscutible calidad literaria: Crónica del alba, Réquiem por un campesino
español, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, La tesis de Nancy, En la
vida de Ignacio Morell.
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