UN VIAJE A MARRUECOS

¿Qué cómo se fraguó el viaje? El asunto parte de un viaje teológico a Talavera -en el Islam hay teólogos- para un proyecto de cooperación para la atención a niños discapacitados. Ese buen viajero animó a Juan, animoso de por sí, a conocer el norte de Marruecos y ya todo fue rodando, rodando, hasta que el viaje se hizo realidad. Esto lo he resumido, claro, ya me entendéis. También le fue recomendado el hotel, riad en el argot de ellos, que tiene por mejor nombre “El Reducto” y cuya dueña es Ruth, una canaria de pro. 
Hubo una especie de reunión logística de preparación que resultó interesante por demás, sobre todo en el fastuoso tema de las maletas, el asunto del tamaño, o peso, a cuarto y mitad, como la carne cara en tiempos de carestía.
Pues eso, que hubo ronda de maletas, toma de medidas al por mayor, y opiniones diversas, porque ya se sabe, hasta en los centímetros hay división de opiniones.
-¡Que no sabes medir, coño! ¡Que el fruncido no se mide!
-Ya, y si te hacen pagar los 35 euros de vellón, ¿qué?, mira, yo me voy a la calle San Francisco, que hay una tienda donde tienen las medidas de las maletas.
Y allá que se fue doña Pilar, muy suya ella, con la maletita a cuestas, a tomar medidas mismamente, como si a la modista de Tetuán, esa de la novela, fuera. Otros desfilaron tras ella, que todo hay que decirlo, aunque sin tanta alharaca, pero todas con igual resultado, la duda permanente que tenemos con el asunto de las maletas desde que las compañías de bajo costo han dado la oportunidad de viajar al proletariado. Aprovecho aquí para citar a Ryan Air, con los tales volamos, y vaya por adelantado que sin incidentes.
El tema de las maletas no fue el único que salió de la mentada reunión. 
-Yo quiero la papela en la mano, -clamaba insistente este amanuense.
Y ahí tenemos al hombre de la barba blanca, no sé si llena de mariposas, como el Whitman de Lorca, buscando aceleradamente una impresora donde imprimir la papela de marras, o sea, los billetes del avión. Y he aquí que aquello parecía un control policial en toda regla, los grises de nuevo, mi madre, cuánta pregunta. Corre Laurita, corre, vete pa Madrid, que tú eres extranjera en el extranjero, que no tienes visado, vaya disgusto doña Pilar. Pero no, no se preocupe el personal, que ya vienen con todo el papeleo resuelto, a pesar del cónsul, que está de cocktail, vaya por Dios
Sin darme cuenta he dado un salto en el vacío mientras me engullía el roscón, Y allá que se presenta Whitman, el de la barba llena de mariposas, con su combinado de turno, otro “roscón de reyes”.
-Esto sabe a coco, - larga el amanuense.
-Pues no lleva coco, - responde el autor. 
-Yogur, dice Lola. -Y frutas escarchadas tercia un tercero, claro que si se trata de terciar siempre será un tercero, digo yo, vamos.
-Falta por descubrir el espíritu, o sea, el ron o algo parecido.
- Dos espíritus, -dice el barman,- ron por un lado y agua de azahar por otro.
- Explícate, hombre, -No me da la gana, primero lo pruebas, y luego hablamos. 
Bien, lo probamos, nos gustó, pero no pasaron de ahí las averiguaciones, porque el combinado, o mejor dicho, cómo prepararlo, quedó para otra ocasión. Lo que ya se vio fue el colorido y las sensaciones, gustativas diría el experto, de acercamiento a África.
-¡Cómo va a parecer África, si lleva alcohol, hombre, que los musulmanes no toman estas cosas!
-Pues a mí me parece África, aunque no he estado nunca. 
-La papela, coño, que yo no me voy sin la papela, -dale con el sonsonete, el amanuense que quiere su papela.
-Pues vete a casa a por el pasaporte, que aquí pide el número. 
Y este que lo es, se sube al coche, se marcha para casa, y como un bendito vuelve con el pasaporte entre los dientes. Pero tras una espera palpitante la impresora escupe el primer billete, y luego el segundo, y otro y otro y otro...y ya estamos volando, amigo, sin novedad en el control de policía, prietas las filas, hemos pasado las maletas, sin novedad en el frente, mi general.
Del madrugón no hablo, cada cual se las ingenió como pudo para aparecer en Barajas a semejante hora. Estaban las gentes de Madrid tan dormidas que aún no habían puesto las ventanas en las casas, ni las aceras en las calles, ni los semáforos en la carrera.  
Volando, volando, visto y no visto, ya estamos en tierra. Primer saludo, el despertar de un nuevo día, luces escasas también aquí, nuevos rostros, cetrinos, oscuros, malhumorados.

 

-No aparece nadie, esperamos a tres, conductor y  dos guías, pero están desaparecidos. ¿Y por qué dos guías? Pregunta alguien cargado de razón. Ah! es Marruecos, dicen que dijo Ruth: es lo que hay.
-¿Hace un café? -Venga, responden desde el trascoro, las sombras de la fotografía. 
-Son quince dirhams, -Caramba, qué precio, más caro que en España; estamos en el aeropuerto, ya se sabe. No he dicho el lugar, Tánger, naturalmente. La puerta de África, la ciudad internacional, algo gabacha, pero sobre todo mora, ya el rastro occidental se pierde en las tinieblas del pasado. 
Y aparece la luz, azul infinito entre las palmeras. Aquí no hay pájaros, ni gorriones, ni palomas, algunas gaviotas desperezan sus alas en el primer vuelo. Sólo el azul del cielo y los rostros morenos. Tampoco guías, ¿dónde están los guías?, Ruth no contesta, es demasiado pronto. Estamos en África, acomodaos a otro ritmo, otros olores, otras lenguas.
-Ahí viene uno; no, se va para otro lado. Ese otro puede ser, pero tampoco. Quizás tres que entran por la puerta.-Sí, parece que buscan algo; ya se han fijado en nosotros, conversan entre ellos; uno se aventura y viene a nuestro encuentro. 
-¿El señor Atenza?, -Sí el de la barba blanca, -Señor Atenza, nosotros somos los guías, nos envía Ruth -y como el tal señor Atenza mirara descaradamente la hora de su reloj, el guía, tonto no era, cogió al vuelo el recado, disculpándose. 
-En la aduana tardan más de una hora, no creíamos que fuera tan rápido todo. 
Hemos empezado el día, eso es “muy importante”, la holganza del guía es “muy importante”, puntualidad “no importante”.      

Assilah la bien guardada, la portuguesa, la atlántica, desparramando sus hermosas playas sin orden ni concierto. Y también el frío de una mañana de enero, el grupo cual lagarto al sol, girando los vasos llenos de té moruno con hierbabuena ¿o es hierba luisa?, humeantes, ¿quieres limpiar zapatos?, barato, barato, un euro.



Antes de llegar a puerto, todos a la furgoneta, enlatados casi. Señor “caramelo” cara seria: es que se marea algo. Señor “jefe” controlando en medio de la tropa, “hombre tranquilo” atrás, cumple años, serio, serio, cansado. La carretera discurre paralela a la playa, es el océano, el mar queda a nuestras espaldas, a la izquierda un paisaje lacustre de gaviotas, al frente las murallas de Assilah, la bien guardada, la puerta a la ruta del oro, al Sahara antiguo, a Europa. Esa que vio llegar a don Sebastián, el infortunado rey portugués que alcanzara la muerte y la eternidad en los cercanos pagos de Alcazarquivir. Caro el té, un euro por barba, pastas aparte. Mustafá entra al bar, o mejor café, o salón de té, no sé cómo llamarlo: es el derecho de aduana, aquí se cobra todo, paga el pagano de turno, el guiri, o sea, nosotros. Las pastas ricas ricas, almendra, pistacho, miel; sabores árabes, contundentes. Y gatos, muchos gatos, al sol, vagabundeando, pedigüeños, remolones, cariñosos, gatos que se dejan acariciar, callejeros y dóciles. Perros no -esto muy importante, clama Mustafá-, perros no gustarnos. 
Deambulamos por las desiertas calles; a esta hora  sólo parece funcionar un horno de pan, pan de verdad. Teresa tiene un antojo; tierno, rico, calentito este pan algo moreno. Alguien se acuerda del cerdo, ya se sabe, lo prohibido, pero es cierto, un bocata de chorizo con este pan de Dios sería cosa a dejar para la posteridad. 

Subimos a la muralla, desde allí se contempla el inmenso océano, con los bajíos cercanos, las mujeres marisqueando con las piernas hundidas entre las rocas y las algas salobres, mientras las callejas de la medina se pueblan con los primeros olores: todo se mezcla, el salitre del aire marino, la cúrcuma sahariana, pimienta, cilantro, tajines y cuscús. También artistas, “la pareja” quiere unos cuadros, originales los tales cuadros, sobre todo el reverso, o sea el trozo de saco de cemento, que eso es el soporte, original sin duda; también las figuras estilizadas, de tonos blanquecinos, con fondo de piel, piel de cemento, auténtica.

Nos vamos ya, allá queda el viejo torreón portugués, con un escuálido cañón que parece escasa cosa para defenderlo; es lo que queda de los bombardeos que sufriera por la armada española dos siglos atrás. También quedan los gatos rondando por las calles, asomados a las terrazas, tumbados al sol de la mañana. 
En una de las puertas de la muralla una última mirada deja ver la imagen de todos los lugares, el mayor de los desamparos, la pobreza extrema. Sobre un carrito desvencijado y triste –también existe la tristeza en las cosas- yace un tullido de edad indefinida, ausente en sus ojos, y a su lado una vieja mujer, quizás su madre; no piden, no hablan, callan, silenciosos en su infortunio parecen objetos inanes en ese paisaje de la mañana que inicia un deje de desaliento. 
Volvemos al trajín del viaje, la furgoneta rampante en busca de nuevos horizontes, ahora tocan las profundidades, pero antes que nada el camello, o dromedario, que uno no sabe nunca si el uno es de dos jorobas y el otro de una o viceversa. Foto al canto, con la novia de jinete en la esbelta cabalgadura. 
Abajo rompen las olas sobre las rocas y la tierra se distrae haciendo escondrijos y cuevas, subiendo y bajando el agua al ritmo de los embates y las mareas.


Esta es una cueva famosa, nada menos que la de Hércules. Sí, el más célebre de los héroes griegos, el paradigma de la virilidad que dicen algunos; fortaleza y valor; trabajador infatigable, doce trabajos dicen los antiguos que tuvo, y a cada cual más temerario: matar leones y también hidras, capturar ciervos, toros y jabalíes, y derrotar incluso a las amazonas guerreras. Todo un ejemplo de este Dios nacido de mujer.


Pues bien, aquí estamos, en la cueva de Hércules, el que apuntalara el Mediterráneo y frenara el paso al gran mar, con sus ciclópeas columnas. Es una gruta labrada por el mar, un lento proceso de millones de años, un paraíso para los amantes de la fotografía, con esos contraluces, esas veladuras que ocasiona el agua rompiendo en gotas de lluvia casi invisible. También aquí dentro las huellas del hombre, la roca extraída a golpes, piedra berroqueña para los molinos y huella indeleble en el alma de la gruta, que mana sus lágrimas por todas partes. 
El guía nos dice que las gentes ven en esa forma irregular, que la negrura esculpe sobre la luz venida del mar, algo parecido a la silueta de África vuelta del revés. Bueno, quizás con algo de imaginación sea así. Mana una fuente en la gruta, agua dentro del agua; dice la leyenda: “mujer, tres veces te lavarás si quieres encontrar el hombre de tu vida”. Laurita, tan pronto como oyó el mensaje, se zambulló en las aguas, nuevo bautismo virginal; pero también lo hizo Angélica, ante la “torva” mirada de Manu. Creo que hubo alguien más que hizo sus abluciones, pero me lo callo para otra ocasión. 
Volvemos a la matraca de la furgoneta. Ahora subiremos a un lugar cuyo nombre he olvidado, pero Pilar se encarga de traerlo a la memoria, es el cabo Espartel, que aparece de pronto entre los pinares, mientras la carretera asciende en busca del saliente sobre el mar. A lo lejos la silueta inconfundible de un minarete, una mezquita en el alto, justo al lado del faro que acompaña el peregrinaje de los barcos que deambulan entre los dos mares, aquí se hermanan Mediterráneo y Atlántico en abrazo sin límites. 
Hay en ese lugar un restaurante, buen aspecto tiene en opinión general del grupo. Algunos se arriesgan y entran a ver los menús, y sí, parece que los tajines y cuscús, que luego tendremos oportunidades varias de probar, son oferta interesante. Pero entra Mohamed a pactar, eso luego lo dedujeron algunos de nuestros más experimentados viajeros, y parece que el pacto con los del restaurante no cuajó. Se supone que si llevas a diez personas a comer, los tres acompañantes tendrán su plato gratis. No debió ser así, porque salió el hombre malhumorado y despotricando no se sabe qué defectos del tal lugar. Así que nuestro gozo en un pozo. Ya había hambre, la verdad sea dicha, pues el día había comenzado muy de mañana.  
Vuelta pues a la carretera. Volvemos a Tánger por la ruta de la costa, la luz siempre cegadora, y ya las cercanías de la ciudad, los palacios con sus espléndidos jardines, encampanados sobre los balcones marinos: ricos y poderosos hay en todas partes. 
Mas de pronto, como por arte de magia caemos en la mitad de aquella vorágine que es la medina. Lo primero que atrae la vista del viajero son los colores, inmenso tapiz en las ropas que visten, siempre alineadas en dos bandos, uno, el de los bereberes, blanco, rojo, rosa, azul; otro, el de la gente de la ciudad, más sombrío, colores pardos, a veces otros más  llamativos en las mujeres.


Aquí todo se vende, todo se compra. Un imaginarium imposible de describir desborda las calles, callejas, rincones, pasadizos, arcos, plazas y plazuelas. La vieja medina, la medina nueva, el zoco de los artesanos, el de los hortelanos, aquí la carne, más allá unos quesos que chorrean suero, y todo en un revoltillo inimaginable. 
No sé a quién se le han antojado las aceitunas: aparecen a la vista en mil colores diferentes –ellas también- negras como el azabache, relucientes y sugerentes, verdes de un claro mediterráneo como el hondo mar, rojizas otras por el asombro de las especias, algunas de ellas endiabladamente picantes, lo descubrimos al instante. 
Y esa mujer que deambula entre frutas y verduras que se ofrecen a sus ojos. Su vestimenta es un componente más del cuadro, con el pañuelo o chador anaranjado compitiendo con el color de las calabazas desgajadas; florecen por todas partes pimientos rojos, berenjenas moradas, limones, membrillos a destiempo, pepinos, alguna alcachofa de monstruosas dimensiones, rábanos y rabanitos, cebollas blancas, cebollas rojas, y un etcétera indescriptible. 
El tiempo se nos echa encima, y ya es hora de comer, pero hora a la española, o sea que las tres de la tarde ya no nos dan. Ahora sí vamos a sitio seguro. Mohamed entra en el restaurante como Pedro por su casa, y nos deja en manos de los camareros, duchos ellos en turistas incautos, mientras enfilan los tres peregrinos escaleras arriba, a la primera planta. 
Algunos incautos, o comilones, tuvimos la osadía de atrevernos con una especie de sopa chiclosa, picantona e inmunda, mientras los más se conformaron con ensalada. Si habíamos pedido 2 o 3 ensaladas, aparecieron 5 o 6, y de nada sirvieron las protestas. Ahí estaba el negocio de los de la entreplanta. Luego una fritura a la sevillana, eso decía la carta, aunque no se parecía mucho, ciertamente, siempre todo con esos aromas orientales, incluso la fritura. Las gambas lo mejor, también los aros de calamar. Invitó Ernesto, era su día, ya lo dijimos. 
Cubierta la necesidad vuelta a las calles, y antes de nuestra cita obligada con Tetuán un recorrido por la zona amurallada, subimos a la kasba, desde la que se divisa o quizás adivina, la punta de Tarifa. También una visión lejana del puerto, algo esfumado por la distancia, que aquí representa esta fotografía que podíamos llamar pictorialista, pues pretendo en ella hacer una especie de dibujo al pastel.


Ya la tarde va decayendo y anochece en la carretera sinuosa que nos deja en nuestro destino. La noche se ha tornado fría, y una llovizna suave nos recibe en medio de la vorágine de calles repletas de hombres que van y vienen entre multitud de puestos callejeros en los que se vende todo. Sorteamos los obstáculos y nos adentramos en las callejuela que lleva al riad que es nuestro destino. 
Hemos llegado, estamos ya en el riad, que es algo parecido a lo que nosotros llamaríamos un hotel con encanto, una especie de palacete, que a decir de Ruth fue residencia de un antiguo gobernador, con una decoración que a principios del siglo XX pretendía unir lo andalusí, lo árabe y lo europeo-veneciano. Las habitaciones son todas diferentes, con más o menos boato, pero de aspecto orientalizante, objetos árabes, pero también indúes y azulejos andaluces.  
Un patio central cerrado en su techo con claraboya luminosa, decora sus barandillas con plantas de hermoso verdor.

En la planta baja el comedor se distribuye en pequeños espacios decorados con gusto, y un trasfondo azulado guarda en su profundo misterio una fuente acompañada de celosía salida de las mil y una noches. La fotografía vangosiana es buena muestra del rincón.


La cena, ya en la tranquilidad del ambiente reposado y sugerente, fue un recorrido por los sabores de la tradición marroquí: la sopa que llaman harira, briouats de carne, que es carne de vaca picada, envuelta en una especie de canuto de hojaldre, seffa de arroz o bolitas de faláfel, pinchos morunos, y también las dulces ghribas de almendra y sésamo, todo ello regado con el escaso vino peleón que allí se puede encontrar. En conjunto un placer de dioses después de una jornada tan atareada. Para remate –gracias a Laurita-, una tarta encohetada que degustamos en el rumor del “cumpleaños feliz” en la feliz sonrisa de Ernesto.
Un pequeño paseo nocturno por el centro de la ciudad sirvió para bajar un poco la cena y  pasar algo de frío, pues aunque es tierra de blandura climática no dejaban de sentirse los invernizos estertores del mes de enero. Vuelta al refugio y cada mochuelo a su olivo, que mañana será otro día.
El despertar ha sido plácido, unos más madrugadores, otros más perezosos; hay quien ha dormido como los ángeles -¿cómo dormirán los ángeles?- otros que han oído nocturnos ruidos de maquinaria inmunda, y gatos, y pisadas, y otros susurros enaltecidos por el silencio de la noche.
Pero aquí estamos todos, tan a gusto con el rico café caliente, zumo de naranja, el pan recién horneado, los cruasanes, mantequilla y mermelada, rico todo, con calorías a destajo para emprender el día con ahínco. 
Iniciamos nuestro recorrido por la plaza que podríamos llamar de España, aunque ahora en ella figura otro nombre. Destacan sus mesitas con veladores donde dicen los tetuaníes que se sirve el mejor té del mundo, hecho en vasija de cobre, samovar la llaman, con fuego de carbón en su cilindro interior, que consigue un sabor inigualable. 
Atravesar la plaza y adentrarse en la medina fue todo uno. Pero esa puerta que traspasamos separa ambos mundos. Ya vimos el primero: es la fotografía de las palmeras y el palacio real al fondo, o el viejo cine español, y aquí mismo, debajo de ese arco la calle estrecha, envuelta en el misterio de la luz tamizada, los arcos como desembocaduras de riachuelos, los muros enjalbegados de arco iris, y en medio todos nosotros, caminando en la abstracción de miles enfoques para la máquina y para los ojos.

Atravesamos pasadizos que uno creía existencia exclusiva de leyendas románticas o medievales. Y de pronto aparece ese grupo de cinco que sorprende a la cámara, que queda ensimismada en ellos. El abuelo, decrépito en su dignidad, colorido en sus ropajes y en su blanquísima barba; una mujer camina a su lado, pudiera ser la esposa, el aspecto es más joven, quién sabe si una hija; al otro lado del venerable uno que sí es sin duda el hijo, vestimenta occidental de chándal deportivo, que rompe sin duda el encanto intemporal del grupo; en un segundo plano otras dos mujeres, ambas con trajes en tonos violáceos; y todos en común y uniforme movimiento ocupando el indefinible espacio entre los dos mundos que hace un rato nos atrevimos a violar.
Seguimos callejeando sin perder detalle de los cientos de tenduchos que se abren, a veces mínimos, tras puertecillas verdes como persianas de antaño. Están todos, casi siempre hombres, artesanos en plena labor a la vista de los presentes. Son carpinteros, sastres, hojalateros, limpiabotas, panaderos, estañadores, carboneros, recaderos y sobre todo correveidiles, palabra que me apunta Lola muy certeramente. 
Para muestra vale un botón, ahí tenemos una carbonería, con los sacos repletos de carbón de encina o picón, que nos traen a la memoria los braseros de la infancia, la badila, la alambrera, una firma que se echa cuando va aflojando el calor, son cosas de antaño, es el tiempo pasado que aquí es su presente. 

La medina de Tetuán, patrimonio de la Humanidad, es lugar que queda para siempre en la retina. Es imposible definir la paleta de colores, la sinfonía de sonidos, los olores de las viandas, la carne aireándose paladeada por voraces moscas, la descarnada cabeza de carnero que sólo tiene ojos para contemplar los pastelillos de “cuernos de gacela” y arabescos de miel y piñones. 
Saltando de calleja en calleja acabamos por caer en la plaza donde se venden las cosas “de segunda mano”. Parecería que casi todo lo que hemos ido viendo fuera viejo, pero no, viejo es lo que hay en esta plaza. Hay telas, vestimentas, cacerolas, mesas, sillas y objetos indefinibles.

En una esquina otra vez la composición de un cuadro se nos presenta sin ni siquiera pensarlo. 
Es un urinario público, sólo para hombres, que aparece abierto de par en par. El suelo ajedrezado, en baldosas que a nuestra vista parecen territorio de los alfiles, compiten, rojizos y amarillentos, pugnando por llegar primero a la pared embaldosada en blanco, desconchada y maltrecha. Por fuera un zócalo bermejo otorga con su primer plano una perspectiva renacentista a la composición escatológica que se representa.

Abandonamos la medina en busca de la Escuela de Artes y Oficios, que es más museo que escuela, y en la puerta de la muralla que se abre a la ciudad nueva aparece una nueva estampa, de esas que quedan esculpidas para recordar el viaje. 
Ved si no esa anciana de edad indefinidamente alejada en el olvido, derrotados sus huesos por el trajín de la vida, que pugna por bajar las escaleras al amparo del brazo de Carlota. Parece que vaya en busca del sol perdido por los años, el último rescoldo que se anuncia en esa puerta de la nueva ciudad, todo ruido y todo luz. 
La escuela de Artes y Oficios es un lugar donde los jóvenes tetuaníes aprenden algunos de los oficios ancestrales que se acompañan con frecuencia de una no escasa dosis de arte, artesanía dicen, quizás algo más, sobre todo en aquellos que no se limitan a reproducir diseños pasados. Aquí la taracea juega con la madera conformando combinaciones que parecen imposibles, o el metal se torna vasija, jarra o gumía de empuñadura intocable. Escritorios, azulejos de cuerda seca, sillones de marroquinería labrada, en fin, objetos todos que uno tendría con placer en su casa. No es mal lugar para la foto, aquí posan las damas, con el trascoro en marquetería arrancada de la cuesta del agua granadina y un flanqueo de azulejos sevillanos envueltos en el aroma de los alcázares.


Salimos de nuevo al ajetreo mundano y volvemos sobre nuestros pasos atravesando otra vez la puerta de la muralla en busca de la medina, y se nos aparece en la fotografía al modo de un óleo costumbrista del siglo XIX, romántico también, envuelto en el embrujo de los colores que el cercano mediodía va trayéndonos. 
En nuestro incansable callejeo volvemos a los zocos, patios, callejas, donde la gente se ve apresurada camino de la mezquita, es viernes, el día santo para los musulmanes; pero la medina bulle igual, aunque en el aire suena solemne y sentenciosa la llamada del muecín, con la ayuda inestimable de altavoces, alabado sea el progreso. 
Contemplamos la mezquita desde fuera, aquí no se puede entrar, nos dicen que hay países musulmanes en los que sí está autorizadas las visitas de los no musulmanes, pero no en Marruecos, tan sólo en un par de mezquitas, las más modernas, edificios suntuosos construidos para honor y gloria de los reyes. Estas más pequeñas, perfectamente engranadas en el transcurrir de la vida y trabajo de los lugareños, sin duda más importantes que las capitalinas, nos están vedadas. Entran los hombres y mujeres, mas éstas se quedan en un recinto con celosías, fuera de miradas ajenas; unos y otros, descalzos, se dirigen previamente a hacer sus abluciones. Los observamos a ellos, alineados e inclinados en dirección a la Meca. 
Había en un rincón de la “calleja de los aromas”, escondido bajo los arcos, un restaurante para bodas por el rito musulmán. Un encanto de arcos de arabesco, frases coránicas en las paredes y zócalos, a modo de decoración, los azulejos andaluces y las lámparas venecianas: un conjunto o pastiche con un aire inenarrable de estampa de otra época, mezcla de lugares, pero sin duda alma de Tetuán, tanto como la medina o el cementerio que más tarde contemplaremos.


Aromas de sultanes, curtidos enfebrecidos, ¡vaya contraste se nos ha venido encima! Impresiona el olor desde la lejanía; se adivina lo que luego vamos a ver, pero sobre todo se huele, es más indescriptible el olor que el colorido de las lanas, los tintes, enjuagues, lavados y cardados. Pero en las fotografías, de momento al menos, los olores y los sonidos, la música de cada lugar, son irreproducibles. En video la música si es posible, pero la de los silencios, la más sonora de todas, no.
Y esta es la puerta del paraíso, sinfonía de verdes y azules, no pensada por nadie, fruto del azar sin duda. Anestesia para la nariz, el olfato se bloquea y quizás sea la náusea de lo indefinible que mece el aire, pero la instantánea lo merece, el esfuerzo vale la pena, aunque algunos han desertado de entrar al lugar, avisados hace rato por las miasmas que pululan en el ambiente. 

Ésta es una visita obligada para el fotógrafo que se precie, una golosina inmunda que reconforta ampliamente. Ahí tenemos, sin ir más lejos, las pieles secándose colgadas de los troncos de un árbol de tronca tan rojiza como ellas. O las pilas llenas de excrementos de paloma donde se lavan las lanas, o los pigmentos de sabe dios qué materias, que parecen derribos de un río desbordado. 
Salimos del enjambre de panales turbulentos para encontrarnos en el viejo zoco, el rincón más hermoso, con las casas arrumbadas en blanco, dos farmacias que enseñan su media luna verde como atractivo indicador, puestos de zapatos viejos que buscan otros pies menos cansados que los que les dejaron huérfanos de andadura, arcos, puertas, minarete de la bella mezquita.


Es la hora del reposo, nos espera un cuscús de pollo, aromatizado con escandalosa pericia. Vegetales de las huertas cercanas, todo recién cortado, ahora humeante y sabroso. Pequeña siesta y de nuevo a caminar. Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Hacemos camino que es cuesta empinadísima en busca del ardor guerrero de nuestros legionarios que aquí vivieron y murieron, que dieron la vida no se sabe por qué ni para qué. 

Cuartel desvencijado y roto, alcazaba harapienta que cobija en sus entrañas aljibes antiguos que retumban en su tenebroso vientre, lápidas conmemorativas en nuestro idioma, tristeza y desolación en medio de la mugre en que viven estas gentes de los barrios altos, los desheredados de siempre, vagabundeando entre las basuras, que de tan viejas dejaron hasta de ser basuras. Gatos, cabras y niños. 
La tarde que va adormeciendo el pobre y rotundo paisaje, las montañas a lo lejos, mientras aquí, en la tierra, paradójicamente, el mundo es de las ortigas y las buganvillas.


Alcanzamos la colina donde asienta sus reales el viejo cuartel, y al otro lado el silencio de los que ya no están aguarda en una blancura peculiar, hecha de pequeños espacios para la eternidad, donde familias enteras, nos cuenta el guía, juegan con el más allá. 
Es una colina inmensa, que se desparrama en innumerables tumbas, igualadas en la última hora, exentas de boato que las distinga, salvo algún que otro recinto de reposo de figuras de relieve o santidad excesivas. En nuestra fotografía aparece un primer plano del jardín familiar, en el que sólo hay una tumba y esa es ya antigua. Nos ataca la duda de si se excedieron los finados antes de morir en la parcela que adquirieron, o sus deudos marcharon a otro lugar, o qué solución tendrá el enigma, que nos llevamos sin resolver. 
Y de repente la noche se ha hecho dueña de nuestro paisaje; aquí está, difícil de traer para el recuerdo, pero ahí queda el intento. 
En una última mirada a las siluetas azules y negras del cementerio vienen a la memoria los versos del poeta: 
“Detrás de la oscuridad están los rostros que me han abandonado.
Yo vi su piel trabajada por relámpagos. Ahora ya sólo veo, en el instante amarillo,
el resplandor de sus lejanos párpados” 


Paseamos el viejo barrio judío, ahora en un silencio mortecino, las puertas de las tiendas ya cerradas, y sin alma ni cuerpo alguno que lo habite. 
Estamos de nuevo en el refugio y el reposo; toca cena en su más amplio sentido, cena de verdad y cena con sones de esta tierra, de los más ancestrales, escasos de estrofa y de poesía, más de la montaña berberisca que de los palacios árabes.  Aplaudimos con devoción el instante. Ellos tocando las tubas y tambores ancestrales, ellas, las cocineras, bailando en movimientos entremezclados de éste y del otro lado del mar. 
La cena, un ramillete de delicias marroquíes, de nuevo los tajines y los hojaldres, siempre embrujo de sabores entremezclados, el aroma mismo de los zocos de las especias, bajo la luz suave de la decoración decadente que rememora el esplendor de hace un siglo, cuando los agentes de las naciones imperialistas pululaban por aquí, imponiendo sus gustos, sus trajes y su dinero, buscando siempre una información supuestamente definitiva sobre la estrategia de sus naciones en ese norte africano mitad tercer mundo, mitad occidente europeo, algo cinematográfico tal vez, aunque Tetuán no sea Casablanca. 
Ha sido un día pleno, con esa medina auténtica, mostrada sin velos, en su más plena dureza, o los arrabales de las alturas, también el cementerio blanco y la paleta inhumana de los curtidos. Para mañana quedan las montañas, el pueblo azul, Xáuen. 
El despertar ha sido poco plácido, noche de gatos en las alturas, riñas, peleas, golpes y quejidos inhumanos. A la entrada del hotelito sólo está el pequeño gato que cada día dormitaba enroscado a su madre. Nadie dice nada, pero alguna tragedia gatuna ha ocurrido en la noche de tejados afilados.
Desayunamos como cada día, un poco a la europea, pero alguno trama algo que luego se decantará tras votación casi unánime. Llegamos a Xáuen por una carretera empinada y difícil. 
Atravesaban los cristales del coche paisajes de olivos y pequeñas huertas; hombres solitarios acompañaban a sus vacas, no más de dos, o a sus ovejas o sus cabras, siempre escurridos rebaños, que parecían tomarse la vida con la lentitud y sosiego que a nosotros, occidentales, tanto nos desasosiega. 
De golpe estábamos inmersos en la ciudad prohibida, que castigaba sin piedad, hasta hace unas décadas, a cualquier extranjero con dureza inusitada. Algún escritor hubo que osó entrar al recinto vestido de mujer, para contarlo luego, otros tuvieron peor suerte y fue de ellos y su infortunio de quienes se hizo el relato.
Aquí otra sorpresa, nuestro guía nos presenta un segundo guía, viejo y dicharachero, de ojos saltones, aspecto borrachín. –Yo soy medio musulmán, nada más. -¿Y eso por qué? -¡Ah, porque me gusta el wisky, -¿Y cuánto bebes? –Hasta que se acaba, cuando compro en Ceuta, que aquí no se puede porque es muy caro, y si no hay dinero, pues bebo mistela, -Y de la mistela ¿cuánto bebes? –Hasta que se acaba también. –Pero ahora no parece que hayas bebido, -No, es invierno, no hay turistas, no hay dinero. 

No sé si ha sido Ernesto o Juan, pero alguno de los dos ha levantado la liebre: ¡queremos un desayuno marroquí, con pan, aceite, aceitunas, huevos fritos, té! Protesta general de las mujeres. Los hombres, todos a una como en el teatro se salen con la suya y los guías desorientados por un momento, al final nos encaminan a un hotel que a esa temprana hora ya explaya sus ventanales hacia el sol, que inunda de luz las estancias. Unos canarios medio tapados con mantas empollan sus huevos en el dulce calor de un rincón de la estancia. Tras una espera corta van apareciendo los manjares y el repetido desayuno ofrece una visión más placentera del día que se nos ha otorgado, pleno y luminoso.

Entramos a la ciudad, un paraíso bastante silencioso en esta mañana de invierno. Los borricos acompañan con su carga. Increíblemente a esta hora de la mañana de invierno, poca gente transita aún por las estrechas calles encaladas de blancos, azules, añiles, malvas y violetas: es la ciudad azul, todo se convierte en ese color que tapiza los rincones, las puertas y hasta las montañas en la lejanía. 
Llevan los burros –son dos- una carga de bombonas de gas, azules y naranjas, y mientras nosotros nos ensimismamos contemplando los primeros callejones, los animales suben lentos hacia el interior de la medina, perdiéndose su silueta en el fondo del  laberinto de calles.

En el esquinazo de una placita aparece una construcción singular, como hecha de tres cuerpos; del tejado ascienden dos chimeneas, una de aspecto más rústico, la otra, enhiesta, algo más moderna, quizás. A la entrada del recinto se apilan gruesos troncos de árbol. Es un baño público, y el guía nos explica que los hombres acuden durante todo el día, allí se lavan, se afeitan incluso, charlan tranquilamente, disfrutan del placer sencillo de ver correr la vida. Las mujeres tienen su turno al atardecer, y las vimos a esas horas del final del día, algunas con cubos repletos de ropa. -Aprovechan el agua caliente para lavar, que es más barato, dice el guía.


Nos han llamado la atención algunos niños que llevan bandejas cubiertas por paños de diversos colores. Van camino del horno, que también es comunal, como el baño. Las madres amasan el pan y los dulces y ellos los llevan al horno; cada bandeja tiene su colorido, o su seña de identidad, o el arabesco o inicial labrado en la masa. En los días de escuela –hoy es sábado y no tienen clase- dejan las bandejas al acudir a los estudios y cuando regresan al final de la mañana, recogen los panes recién horneados. Hoy también los hemos visto, más tarde, de vuelta con sus olorosos manjares, que inundan las callejuelas del pueblo. 
Y la plaza, otra plaza, ésta con balconadas que la ilustran y niños que juegan a ser héroes futbolísticos merengues y culés. Algunos tienen buenas maneras. En medio hay una fuente decorada con formas de flores, otra vez el azul y el blanco en perpetuo juego; aunque los contenedores de la basura, parapetados contra la fuente desdicen un poco la estampa, además que son de un rojo bermellón que hiere a la vista. Pero visto desde el lado positivo, es infinitamente mejor que la tristísima imagen de las basuras volando entre las ortigas que vimos ayer en las cercanías del antiguo cuartel de regulares en Tetuán. 
Echaba en falta las alfombras, cómo es posible que no hayamos hecho ninguna visita a un telar o taller; bueno, pues al final aquí estamos, viendo al artesano cómo hila en un vaivén continuo, mientras Teresa se expande ante las sedas que se le ofrecen. Pero  aquí empieza la pelea, ardua y dura, de los moritos por conseguir vender sus productos. Mil y una artimañas usaron, pero la asamblea no estaba para dispendios, sobre todo porque en el vuelo no se podía llevar más que una maletita de tres al cuarto, como se dijo al comienzo del relato, y la “multa” por excederse alteraba el precio de alfombras y demás. El charlatán usó todas las estratagemas posibles y al final la de llamarnos pobres, -vosotros ser pobres como yo, pero ni por esas, no hubo compras que sacaran de dudas al vendedor. 
Mientras las mujeres pugnaban en su particular pugilato con los vendedores, algunos de nosotros nos distraíamos viendo jugar a los niños en un improvisado campo de fútbol sobre un solar y sobre todo, en la charla con el guía, que relataba los jugosos comentarios sobre la gente de la guardia mora de Franco y la pensión que cobraban, muchos de ellos más que centenarios. porque según él no muere ninguno, y mientras decía esto se le perfilaba una pícara sonrisilla. 
Luego seguimos paseando, atravesábamos callejones en difícil compostura y pasadizos que van de calle a calle, trepando por la ladera azul.


Faltaba el agua, pueblo de las montañas, de lavanderas que lavan en el riachuelo de aguas frías y cristalinas; ahí están las ropas multicolores sobre la retama y el rosal silvestre, a lo lejos algunos árboles ya florecidos, en el muro los jazmines trepadores y sobre todo el canto del agua: “Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar mi corazón".


El viejo molino, que no se sabe qué molienda se traía, está ahí silencioso, relatando el oficio milenario del agua despeñada sobre la piedra. No parece ésta una tierra de panes, quizás de aceites y más bien fuera almazara, o tal vez un batán de piel; nos quedamos con la duda, mientras nuestra sorpresa es enorme ante la imagen de una anciana enteramente vestida de un blanco impoluto que parece vaya a vigilar cómo hacen el oficio las jóvenes de ahora, ese que ella debió ejercer muchas décadas. Apoyada en el cayado contempla el devenir del agua y el trajín de las lavanderas en su ir y venir con la ropa recién lavada: “Tender, tender, lavar, lavar, tender la ropa en el retamar”. 

Subimos por el camino que acompaña al arroyo y luego cruzamos el puentecillo, para adentrarnos otra vez en el pueblo azul. Aquí un rincón donde la bicicleta medio olvidada ejerce una atracción magnética. 
Más allá una escalinata endulzada con tiestos repletos de plantas verdes, y siempre, detrás de nosotros, el fotógrafo, cómo no, aquí compinchados todos. Luego nos intentará vender las fotos que ha ido haciéndonos todo el día, algunos le compramos todas, otros quizás menos, y hubo quien no quiso ninguna. 
Se nos vino encima la hora de comer y el lugar al que nos llevaron era una casa con doble planta; estaba llena hasta los topes, a pesar de lo avanzado de la hora. Nos tocó en una estancia del piso alto, con su patio que nos trasladaba todo el humo del hogar de abajo, que no el calor, pues hacía un frío de muerte. Cuando se fue despejando un poco el local conseguimos trasladarnos al piso de abajo, al menos allí hacía menos frío, o menos aire, o quizás ver la chimenea cerca hacía la ilusión de ello.


Cada cual pidió lo que le vino en gana, hasta ahí podíamos llegar, cómo no. Tajines vegetales los más sencillos, también de pollo o ternera, aderezados con limón o curry, en fin, una amplia gama que resultó bastante comestible, a la que se añadió el humo que se había apoderado del lugar. 
Ya era tarde cuando salimos del restaurante y se notaba la afluencia mayor de gente en las calles y tiendas, aquello parecía cualquier pueblecillo mediterráneo turístico en hora punta, muy distinto al aspecto que había tenido en la mañana.


Antes de anochecer una última vuelta por algunas tiendas de perfumes, con colores atrayentes. Conos que no recuerdo qué materia albergaban o saquitos alineados junto a la pared, cuya función tampoco recuerdo, quizás especias, no lo sé.




Anochece pronto estos días, y la vuelta se ha poblado de cantares. Mohamed no está por la labor, el conductor pugna con él a voces, o quizás tan sólo hablan a su manera. Nuestra respuesta ha sido el coro, más o menos sincopado, pero al menos nos ha hecho más llevadero el regreso, que ha tenido una parada intermedia para los rezos.  
En Tetuán la noche era bastante fría, y caía una llovizna molesta. Camino del restaurante “andaluz”, en los soportales cercanos a nuestro riad, estuvimos comprando algunas estampas típicas y fotos antiguas, o mejor dicho, reproducciones de ellas. Unos pasos más allá una mujer con su pequeño hijo en brazos pedía limosna sin pedir, ajena a la calle solitaria y oscura, ajena a la lluvia, al viento y al frío, ajena incluso de sí misma; su contemplación producía una tristeza infinita. Carlota se ha vuelto y le ha dado unas monedas, pero la mujer ha permanecido impasible en su soledad, con el hijo dormitando en sus brazos, semidesnudo, descalzo, como ella. Se ha hecho un silencio imposible, indescifrable, algunos se han dado cuenta, el grupo, en general, creo que no. 
El restaurante, con fútbol español incluido, ha resultado aceptable, aunque la fritura se parecía poco a la andaluza o sevillana que rezaba en el menú. Y después vuelta al riad, desfile final, los actores van haciendo mutis por el foro, como en el teatro. La función se inclina hacia su fin, y ya mañana será el regreso.



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