DOÑANA, UN LUGAR APARTE


Asociamos Doñana con el lince ibérico y las aves migratorias. ¿Quién no ha visto fotografías de las bandadas de flamencos sobrevolando el humedal?
Pero lo cierto es que aunque nos pueda el ánimo viajero, nuestro tiempo está limitado por las circunstancias del trabajo, la familia, los hijos, y es ineludible encontrar un equilibrio en el tiempo de ocio de todos los miembros de nuestra familia.
Por ello resulta que es el verano la época del año en que con mayor probabilidad podremos hacer un viaje a lugar tan excepcional. Bien, pues lejos de sentir la pérdida que supone no poder contemplar las mil y una especies de aves, que pueblan el Espacio Natural de Doñana, punto de encuentro de sus rutas migratorias entre el Norte y el Sur, entre Europa y África,  en verano podemos sacar partido a la visita, llegar a la esencia misma del parque, enclavado entre las desembocaduras de los ríos Tinto y Guadalquivir, entre  las provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz.

El  Parque Nacional de Doñana comprende más de 100.000 hectáreas, sobre un terreno llano que tiene por puerta de entrada natural la afamada aldea de El Rocío.

Por los restos encontrados en estas tierras debió estar poblado desde la prehistoria: sin duda nuestros ancestros eran gente inteligente y capaz de diferenciar lo bueno de lo malo. Pero curiosamente el nombre le viene de hace menos tiempo. La doña Ana que dio nombre al parque fue una dama de alta alcurnia, que parece ser que se retiró a una vida apacible en estas tierras allá por el siglo XVI. Ana de Mendoza, hija de la princesa de Éboli (sí, la del inmenso lío de la muerte de Escobedo y el asunto de Antonio Pérez, "emparedada" en vida por el rey Felipe II), casada con el duque de Medina Sidonia, vino a dar con sus huesos en esta bellísima tierra. 
Entrando en materia, si queréis visitar el parque debéis
acercaros a alguno de los puntos desde donde salen visitas guiadas; el Acebuchal probablemente es el más visitado. Allí podréis subir a uno de esos enormes vehículos de tracción a las cuatro ruedas con capacidad para más de 20 personas que os adentrará en el parque.

Desde el mismo inicio del viaje llama la atención el suelo, exclusivamente arenoso, salvo la marisma que más tarde nos encontraremos. Crecen en este suelo plantas de matorral que dan lugar a un espectáculo visual indefinible, aunque la fotografía nos acerca un poco a él. Pero es increíble cómo los pinos piñoneros se aferran a este suelo dando lugar a un tapizado verde que se extiende en la llanura ante nuestra atónita mirada.
Sirve este bosque de morada a un sinnúmero de aves y no será extraño poder contemplar el vuelo del águila imperial, la  otra especie mítica de nuestra península y del propio parque; la primera es el lince, sin duda.
 Como se ha dicho, estamos en verano, y las llanuras inundadas de agua por los ríos y arroyos permanecen prácticamente secas.

El vehículo motorizado nos llevará por el flanco sur, orillas del mar, donde a nuestro paso se levantarán multitud de aves marinas que nos ofrecerán un espectáculo inolvidable, más aún si tenéis la suerte de contemplarlo al atardecer. También aquí la máquina fotográfica es un utensilio tan indispensable que se funde con nosotros y se constituye en una prolongación estética imprescindible.
Antes de introducirnos en la marisma, observando el río Guadalquivir y los antiguos fondeaderos de barcas, podemos ver las chozas en que vivían hasta no hace muchos años hombres y mujeres que luchaban denodadamente por la subsistencia, haciendo uso de todo aquello que la naturaleza les daba. Se puede visitar el interior de algunas de estas chozas que conservan los muebles y utensilios de sus antiguos moradores.
También podemos ver en la Vera, zona que delimita la marisma ahora reseca con el bosque arenoso, muchos animales que buscan este fresco entorno para huir del sofocante calor del verano y también la escasa hierba fresca que allí crece.
Y ya la marisma, ahora reseca, cuarteada toda ella. Donde unos meses antes todo era una inmensa laguna aventada por las alas de las aves, ahora no hay sino una superficie grisácea, que impacta tanto como pudiera hacerlo ese otro paisaje verdeazulado.
No podemos olvidar que hay otras visitas.
La primera y quizás más reconfortante a pié, por cualquiera de los senderos y playas que circundan el parque. Existen unos buenos accesos mediante escaleras de madera, muy adaptadas al entorno, pudiendo comprobar cómo la arena y el pino se hermanan en una continuidad silenciosa. El amanecer o el atardecer son momentos especiales en este paisaje, dando esa primera o última luz del día un contraste de colores difícil de imaginar.
También se pueden hacer paseos a caballo para aquellos que gustan de la equitación, contemplando con otra vista diferente este hermoso lugar, que se conserva gracias al empeño de José Antonio Valverde, que con su perseverancia logró de las autoridades de los años 60 del pasado siglo el convencimiento de que aquellas tierras debían ser donadas a la posteridad en todo su apogeo y su importancia ambiental, ecológica y cultural.
 



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