Un agosto agostado
Un agosto agostado
- A mi tía Toñi, que me regalaba libros totalmente inapropiados para mi edad.
Y yo siempre le estaré agradecido por ello.
Un día cualquiera de finales de agosto. Treinta grados a la sombra. Ya no veo el mar, está detrás de una pared.
Me da rabia pensar que llevo más de seis meses sin publicar en el blog de mi padre.
Criar y trabajar. El dulce binomio con el que se nos pasan los días.
Una maravilla, pero poco propenso para la creación.
Eso sí, algo he podido leer este verano: Ordine, Bradbury, Susskind... un batiburrillo de autores.
Pero no ha llegado la inspiración. Lo cierto es que no me ha pillado trabajando.
Pienso en una solución de emergencia: rescatar alguno de los relatos de mi padre.
De repente, un gato maúlla en la profundidad del jardín y de la tarde.
Eso me recuerda algo. Buceo y encuentro la respuesta rápidamente.
Un relato muy apropiado para leer en verano. O en otoño, o en primavera o en invierno.
Espero que lo disfrutéis tanto como yo. Y gracias al felino que rescató tan feliz memoria:
El gato rojo
A Gwendal, un gato cariñoso
Plaza del Pilón, hora temprana, otoño, tiempo frío. Una algarabía, que crecía por momentos, salía de la plaza y ascendía como humo de hojarasca. No parecía tener la culpa el vendedor ambulante de fruta, que aparcaba allí con su furgoneta destartalada; era demasiado pronto para él. Tampoco podía ser el pescadero: este acudía a la cita los martes y los viernes, y aquel día, casualmente, era jueves. El panadero sólo pasaba voceando y a toda prisa, sin dar tiempo a que se formaran bullas de aquel porte, era mero interino de la plaza principal, así que tampoco ese era el culpable.
Aquel hombre estaba ya bajo el amparo de los postreros dioses. El tacto se había ausentado de sus manos tiempo atrás y tan sólo palpaba el azogue de sonidos que le traía la radio al barruntar la noche. Se acercó a curiosear, más por el ánimo indagatorio que había contraído leyendo las novelas de Chandler ––recomendadas por la joven bibliotecaria de la capital, donde acudía cada dos semanas––, que por pasión innata de sus más elevados sentidos. Dedujo con acierto que el lugar del incidente era la casa de la señora Petronila, esa que adornaba la entrada de begonias bicéfalas, y hacia allí se dirigió con presteza.
El día se presentaba frío, sólo unas nubecillas flotaban entre cielo y tierra, sin interrumpir los primeros rayos que el sol enviaba desde el este, como Dios manda, sea dicho con el mayor de los respetos. Había helado y los cardos resecos, en el huerto de detrás de la casa, mostraban reflejos diamantinos de rocío y una sábana de escarcha difuminaba los verdes y marrones del suelo herbáceo ––que antes había sido maíz frondoso, mazorca y carrizo––, tapiado con paredes de piedra primorosamente colocada.
––Sí, es esa vieja de la casa de la esquina. Andará por los noventa y vive sola. No podía ser de otra manera, antes o después tenía que pasarle algo, ––decía la tía María, enjuta, reseca, puesta en jarras para dar más contundencia a sus palabras, en conversación con la vecina Eufrasia, gorda, colorada de mofletes, gruesos los labios, pelo castaño, ojos oscuros indefinibles.
––¡Ya te digo! ¡Si es que no se puede vivir sola a esa edad!, aunque a mí me lleva poco más de un año la buena mujer, y ya ves, desde que se me murió mi Paco tampoco yo tengo a nadie, ––se quejaba la tía Remedios, que había acudido prontamente al corrillo de viejas convidadas a la fiesta mañanera.
Como nuestro hombre oyera la conversación, arrimó la oreja disimuladamente, a ver si sacaba algo en claro de las prójimas que hacían corrillo en medio de la plaza. Era éste un hombre no muy alto, bajo tampoco, cejijunto, escaso pelo negro que pugnaba con las canas en lucha desigual, cigarro pegado a la comisura izquierda de los labios, miope de ojos y de gafas. De tan concienzudas pesquisas concluyó que la señora Petronila había dado un tumbo de mucho preocupar, cayendo escaleras abajo cuando pretendía subir a la troje ––desván para el común de los mortales, mansarda para los académicos trufados en gabacho–– a por unas patatas para la comida.
Era la tal una estancia en la parte alta de la casa, a la que se accedía por una escalera desde el patio interior. Había en la troje ––aparte de una neblina inexplicable, quizás por la pugna entre la humedad del campo, que se colaba por un ventanuco entreabierto, y algún calorcillo escapado de la chimenea atiborrada de troncos de encina, que mantenía la casa con una temperatura acariciadora–– todo un bodegón antiguo compuesto de aperos de labranza acomodados sobre clavos contra las paredes de adobe, patatas cenicientas, unos cuantos melones amarillo verdosos de aroma dulzón, cuencos llenos de judías secas y garbanzos diminutos, una palangana desportillada, sillas de anea desvencijadas, y algunas cosas más, olvidadas en algún rincón de la memoria.
––La cadera, que la tiene tronchada ––señaló la señora María con precisión cartesiana, aunque ella de tales precisiones era desconocedora total.
––Por Dios, qué cosas pasan. Qué estaría trajinando tan de mañana, si ya no tiene edad para andar subiendo y bajando, ––intervino la señora Eufrasia, la del orondo aspecto.
––Si es lo que yo digo, cuando el diablo no tiene nada que hacer mata moscas con el rabo, ––concluyó la Remedios, santiguándose ostensiblemente, no se sabe si para ahuyentar los malos espíritus o por la salutífera frase que acababa de pronunciar. Por cierto que la tal Remedios ––ahí va una pincelada, pobrecilla, de ella no se había dicho nada- era de aspecto algo más joven que las otras, aunque de cara afeada y envejecida por mor del arrebato de oquedades en aquella boca comida ––qué contrasentido, válgame Dios–– por las caries y el mal uso que le había dado a los dientes.
Titubeando un poco, nuestro improvisado investigador se acercó a la casa para ver la manera de obtener alguna información que le ayudara a descifrar el problema: o sea, quién podía ser el culpable del accidente sufrido por la Petronila. Aunque creyó oír cómo la vieja se quejaba lastimosamente, no tuvo ocasión de encontrar nuevos datos para su investigación, pues un remolino de gente y ruido, que crecía y crecía, hasta convertirse en tumultuoso río que amenazaba llevárselo a él por delante, le impedía observar los mecanismos que pudieran mover la sutil intriga.
Un avispado individuo ––lo de avispado es por la ocurrencia salida de su mollera–– dijo que porqué no llamaba alguien al cura, por si tenía de darle los óleos o algo similar a la enferma, y a la mayoría de los allí presentes, de magín similar en capacidad de análisis, debió parecerle buena la idea, a tenor del coro de caras que compusieron al oír la propuesta.
Pero antes de que alguno de los sesudos vecinos reaccionara y se pusiera manos a la obra ––pobre cura, tener que dejar a medias la misa de 9; nunca le había ocurrido tal cosa; vete a saber si el señor obispo aprobaba aquella conducta si es que llegaba a enterarse––, apareció el tonto del pueblo, siempre hay un tonto en cada pueblo, y haciendo gala de su innata habilidad para meterse en todos los fregados, sorteando a unos y otros, utilizando las rendijas más pequeñas que dejaba la multitud en sus apreturas, logró finalmente colocarse en primera fila, para así ver mejor lo que acontecía. Pero el tonto, como todos los de su estirpe, que no callan así se los lleve el diablo de paseo por hablar ––santígüense ustedes cuando se cita al maligno––, no quedando contento con su hazaña, se vio en la obligación de opinar.
––¿Y por qué no llamamos al médico? A mí no me parece que ésta vaya a palmarla. Mejor será que decida don Abundio.
––¡No te jode, el tonto de Raimundo! ¡A ver si los tontos vamos a ser nosotros! ––clamó el tío Perico, alguacil de hecho y de derecho. De lo primero porque llevaba más de veinte años en el oficio, y de lo segundo porque desde su tatarabuelo, por vía paterna siempre, todos los antepasados habían ejercido tan sonoro oficio.
Por lo demás la plaza tenía su qué. Por ejemplo, estaba el pilón, por eso se llamaba plaza del Pilón. Los del pueblo, mayormente aquellos que disponían de mulas para sus tareas diarias en el campo, llevaban a los cansinos animales a abrevar al pilón, que por estar ubicado en tan céntrico lugar era el principal, en desdoro del otro pilón, llamado de las afueras, vaya usted a saber por qué.
En esta plaza digna de estancia real había también un conjunto escolar: conjunto porque eran dos las escuelas, una de niños y otra de niñas, como manda la moral y las buenas costumbres, no revueltos todos sin decoro alguno, aunque, como pronto se verá, la costumbre se había relajado. A esa temprana hora ya estaban en el aula los alumnos, pero ante semejante alboroto, el maestro, don Federico, que lidiaba él solo con una caterva de chicos y chicas de todas las edades, decidió adelantar el recreo. Llamó al más espabilado de los alumnos, un enclenque de piernas de palillo, pelirrojo, de ojos saltones, y le mandó en busca del médico, cumpliendo la sugerencia de Raimundo, el tonto, que también había sido alumno aventajado del maestro, aunque en el último curso se le había averiado un poco el caletre, decían las malas lenguas que por verse contrariado con su primer amor, una zagala que vivía pared con pared con él, a la que los padres, dueños de una hacienda menos anémica que la de la mayoría de los convecinos, habían mandado con las monjas al final de aquel verano que precediera al último curso de secundaria.
Pero volviendo a nuestro relato, dejando las historias de antigualla para mejor ocasión, resultó que don Abundio había aparecido como por encanto, cuando apenas hacía un minuto que las masas habían mandado a alguien en su busca. El zagal del cabezón pelirrojo quedó muy contrariado, dando rabiosas patadas a los chinarros de la plaza, por no haber consumado él la búsqueda y traída del doctor ante la enferma.
El médico llevaba calados unos quevedos porque decía tener la vista cansada, pero más bien era que le daban un empaque algo poético. Se miraba y remiraba en el espejo, poniendo caras y muecas, sonriendo cuando la pose era de su agrado. Casado con su novia de siempre cuando ya eran suficientemente viejos ambos como para no poder engendrar hijos, vivían el placentero sueño de los justos sin haber iniciado el último viaje, él siempre de acá para allá, cuidando a sus enfermos y dándole a la lengua, su gran afición, y ella de visita en visita, con las amistades de toda la vida, aquí te traigo unas pastitas de té que he comprado en la capital, mira qué bombones tan ricos, y cosas por el estilo.
Bien, pues ya tenemos a ambos colocados en la escena, él en casa de la Petronila, portando su cartera de cuero abundante en aparatos obligados al uso médico, ella en la primera visita del día, en casa del cura, a la tertulia matutina con la señorita Remigia, hermana y ama de llaves del mosén, vieja solterona ataviada con una nariz de rapaz, dientes de conejo, cabeza de chorlito y aspecto global de cacatúa, aunque, eso sí, virtuosa como la que más.
Esta situación había quedado plasmada en la retina de nuestro investigador, pues cuando andaba fisgoneando por las calles del pueblo, al llegar a la plaza, a través de los visillos pudo adivinar las siluetas de sendas mujeres, la señorita Remigia, ya quedó dicho, y doña Patrito, la médica, que ahora se la nombra con su nombre y mote correspondientes, para que quede constancia para la posteridad.
––Vete al cuartel y dile al cabo de mi parte que se pase por aquí, acompañado de un número, ––dijo don Abundio a Josito, el cabezón pelirrojo, que salió escopeteado y ufano a cumplir el mandato de esta nueva autoridad, de mayor rango aún que la que le había dado el primer recado.
Cruzó Josito la plaza, bamboleándose con torpeza por culpa del cabezón tan grande que portaba, pues lo desestabilizaba mayormente. Al pasar junto a la fuente dio una palmetada al agua que se remansaba en el pilón, no vaya a creerse que por tener un cacumen despejado dejaba por ello de ser un chaval como cualquier otro. Bajó la calle mayor triscando, como las cabras de su abuelo, en pos de los guardias, pero a mitad de recorrido adivinó las siluetas inconfundibles del cabo y de Raimundo que venían calle arriba. El tonto le iba explicando al cabo, con grandes aspavientos, lo ocurrido a la abuela de la Enramá, esto último es el nombre de la calle, cuando el cabezón del pelo rojo, al verlos, pegó un bufido digno de búfalo descontento, chafado otra vez porque se le habían anticipado, impidiéndole hacer realidad su deseo de llevar a buen término el recado del médico.
Ya don Abundio había entrado en casa de la accidentada cuando llegó don Filiberto, cubierto con su tricornio acharolado, que, cruzando el patio de la casa, alzando los brazos, atusándose a intermitencias los grandes bigotes negros con punta hacia arriba, se dispuso a frenar la avalancha de curiosos que pugnaban por entrar en casa de la malherida. Con un ligero ademán de la cabeza mandó al cabezón pelirrojo en busca de refuerzos, saliendo el zagal otra vez a la plaza, y de nuevo palmoteó el agua del pilón de la fuente, y repitiendo sus movimientos emprendió la carrera calle abajo, aún más contento si cabe porque ahora era mayor la autoridad de quien le había dado el recado. Mas como el diablo es algo guasón, volvió a tomar el pelo al pelirrojo de la cabeza de buque, y no bien había acabado de girar a la derecha, al final de la calle Mayor, en pos de la plazoleta del Horno ––sabe Dios de donde le vendría el nombre a la plazoleta–– cuando avistó, para su desdicha, a dos números, léase guardias, que subían por la calle del Tinte, otro intrincado nombre, algo atorados por haber dejado que el cabo marchara solo a ver qué pasaba.
––¡Josito, para dentro!, ––dijo don Federico como viera aparecer al chaval, escoltado por los dos guardias.
––Pero, don Federico, si aún…, ––no hay peros que valgan, dijo el maestro alzando la voz, sin dejarle acabar la frase, señalando el aula donde habían entrado ya alumnas y alumnos, toda vez que don Federico había dado por terminado el azaroso recreo.
Mientras tanto el fisgón apuntaba las incidencias que le parecían extrañas o novedosas, amparado por las sombras de un rincón del patio de la casa, al que una buganvilla de tonos mitad rojizos mitad violáceos daba color. A pesar de su esmero, se le escapó un detalle sin importancia, que no era otro que la presencia del gato de la señora Petronila, embebiéndose del discreto sol de la mañana, apoltronado sobre un recodo horizontal del tronco de la buganvilla, aunque en defensa del indagador, el color del gato lo hacía fácil de confundirse con las bellas hojas de la trepadora.
––¿Qué ha ocurrido aquí?, ––había preguntado con aires de jerarquía a Nicolás, el alcalde, que salía de la casa acuciado por la necesidad de llevar las vacas a abrevar en la charca, oficio importante, pues de ello depende en parte la cosecha de leche de cada día.
––La Petronila, que se ha caído de la escalera de la troje y dice don Abundio que tiene rota la cadera, ––le contestó la autoridad municipal.
El cabo no dijo nada; se limitó a saludar al alcalde llevándose la mano derecha a un lado de la cabeza, a la altura del tricornio. Luego, comprobando que la pareja de subalternos tenía controlada la situación, quitándose el tricornio, entró en la casa, y guiado por los gritos que daba la pobre mujer, llegó a la habitación donde se encontraba postrada. El médico había terminado la exploración y se disponía a colocarle la pierna de manera adecuada, pero la señora Petronila se resistía, acuciada por el dolor, y no paraba de chillar.
––Ha sido el rojo, ese tiene la culpa, el rojo, el rojo.
––Calle y estese quieta, que no puedo entablillarle la pierna, mujer.
––Lo mato, cuando me ponga buena lo mato.
––Está usted como para matar a nadie, señora Petronila. ––El médico era muy considerado con sus pacientes, los conocía a todos de arriba abajo, y Petronila era de las más antiguas clientas del doctor por causa de la tensión alta y el azúcar, a los que, a base de pastillas, mantenía a raya, y no habían logrado acabar con la vieja a pesar de los muchos años que el carnet de identidad señalaba con impudicia.
––Hágame un favor Filiberto ––dijo el médico al cabo en un lenguaje campechano escanciado, sin duda, en las partidas de dominó del club social, llamado casino con cierta burlona rimbombancia por los contertulios habituales–– llame usted al 112, que vengan a por la enferma. Dígales que tiene rota la cabeza del fémur de la pierna izquierda, y que habrá que llevarla al Hospital para que le pongan un clavo.
––Al instante, amigo Abundio, ––respondió el agente de la autoridad apartando a un lado el atestado que había estado escribiendo a vuela pluma a la par que el doctor atendía a la accidentada.
En la plaza el circo iba apaciguándose; ya mayoría de los presentes, aburridos, habían emigrado en busca de mejores lugares de conversación. Nuestro hombre, el aprendiz de Sherlock Holmes, había salido a la calle disimuladamente, no fuera a ser que lo llamaran entrometido o fisgón, pensaba para sus adentros. En un momento de despiste de los guardias, que salieron tras los últimos vecinos que abandonaban el patio, se asomó, es un decir, a la antesala de la casa, al tiempo que la abuela echaba la culpa del percance al rojo.
Quedó pensativo este intérprete de lo misterioso, repasando la lista de los paisanos dignos del apelativo de “rojo”. El buen hombre, ya casi tan viejo como la señora Petronila, se jactaba de haber sido militante de Izquierda Republicana. Tan esplendorosa incidencia debió ocurrirle en su más tierna infancia, y quizás, y esto es lo más verosímil, fueran su padre o su abuelo los militantes de tan enjundioso partido. Como se podrá deducir de sus sospechas, ideas políticas de tan alta alcurnia, si alguna vez las tuvo, le habían abandonado sumidas en la atarjea de la indiferencia que los años traen.
Pues lo dicho, que en su lista había escasos vecinos a los que pudiera seguirse llamando con el apelativo de rojos. Fue escribiendo sus nombres, uno por uno, en las primeras páginas de una libretilla que se había agenciado como instrumento de su investigación. Había en cada página enjundiosas razones, de mucho peso sin duda, para señalar con el dedo acusatorio a aquellos sujetos, culpable alguno de ellos de la hazaña de hacer que la vieja cayera por la escalera del sobrado.
Mas como los susodichos no han sido ni tan siquiera citados o enumerados, vamos a la tarea: el primero don Federico, el maestro, que enseña a los alumnos toda una serie de historietas sobre los beneficios de la tal “democracia”, vaya usted a saber qué es semejante palabra, con qué embustes embaucará a los pobres niños ese ateo desvergonzado; el segundo el cura, que mucha bendición y muchas oraciones, pero desde el púlpito siempre anda diciendo que hay que olvidar la guerra de una vez por todas, que no la ganó nadie, que la perdimos todos, y cosas por el estilo; el tercero el alcalde, Nicolás, que no hace otra cosa que subir los impuestos para reparar las calles y dar trabajo a los parados y eso no puede ocurrírsele a nadie que no sea rojo de pies a cabeza; el cuarto y último…bueno…para el cuarto puesto no tenía candidato, así que la cuarta página quedó de un blanco inmaculado.
Pasaban por la calle las humildes bestias camino del pastoreo en la dehesa. Algunos hombres entraron en la casa y por su vestimenta el fisgón dedujo que eran del servicio de Urgencias, aunque tampoco hacía falta ser muy espabilado, pues además eran portadores de una camilla.
––Pepito, ha sido Pepito, el rojo, el rojo, ––gritaba con desesperación la abuela, levantando la cabeza de la camilla, dificultando a los camilleros en su labor.
––Tranquila, señora, tranquila, ––intentaba convencerla una joven que llevaba en la espalda de la chaqueta estampada la palabra “Médico”.
La plaza del Pilón aparecía ahora vacía, aunque ya los tibios rayos otoñales, asomados a contemplar el agua juguetona de la fuente del pilón, hacían saltar de la acuosa superficie reflejos iridiscentes. Algunas ventanas de las casas que componían la plaza en forma de rectángulo dejaban asomar su interior a través de visillos entreabiertos por manos y ojos escrutadores, figuras vigilantes desde posiciones estratégicas, difuminadas en el profundo paisaje interior de las estancias. Mientras, la señora Petronila, pasajera de la ambulancia y de la despedida, dejaba en el pueblo, donde había dilapidado toda su vida, un rastrojo de indiferencia. A cuestas con su herencia de olvido, caminaba hacia lugares indefinidos de blancas e impolutas paredes, olores incontaminados y silencios impenetrables. Su amiga Consuelo, gemela de edad y calamidades, ya que no de sangre, dejó que las lágrimas impregnaran su pañuelo, sabedora de que aquella podía ser una ruptura definitiva.
Olvidadas ya las últimas casas, lejanas en la ventanilla trasera del vehículo, prados y huertas desfilaban en el adiós a Petronila, despejados unos, somnolientos los más, en la mañana de aquel otoño. En este pueblo por donde ahora pasamos, que queda a nuestra izquierda, vive Josefina, la hija de su difunta hermana mayor, casada con el boticario. Buena boda hizo, pensaba Petronila, acunada por algún melifluo espíritu inyectado por el bueno de don Abundio, olvidada ya su maltrecha pierna y abandonada al destino de lo incierto.
Despierta de su letargo preguntó al enfermero por la tensión que tenía, al ver que acababa de tomársela. Satisfecha de las cifras que el joven le dijo, se dejó mecer de nuevo por los recuerdos que le fluían con inusitada facilidad, y al pasar por el pueblo de cuyo nombre no había querido acordarse en setenta años, estalló de pronto la vívida imagen de un baile al que acudió en las fiestas del lugar, con su amiga Consuelo, y de los ojillos juguetones y temblorosos de un primo de Consuelo, por nombre Elías, que no la dejó ni a sol ni a sombra en todo el baile. Aquel amago de noviazgo fue cortado por lo sano; ella había sido designada por la familia, al ser la menor de las hermanas, para atender a los padres en la vejez, o sea, que se había quedado para vestir santos, soltera desde la cuna.
Ahora la ambulancia dejaba atrás el pueblo, como Petronila abandonaba a su enrejado amor, envuelto en la bruma de la distancia, aquella que mediaba entre ese aciago día y aquel otro en que acompañó a su amiga Consuelo al entierro del querido primo. Para entonces ya hacía muchos años que Petronila era dueña de sus silencios y había sido deseo suyo, compartido por la amiga, privilegiada conocedora de aquel imposible amor, acudir al entierro del abuelo, que abuelo era de varios nietos, pensando que aquel muerto y su familia podían ser su muerto y su propia familia.
Para pasar desapercibida en tan solemne ocasión, decidió vestirse al estilo carnavalesco, al que era muy aficionada, o sea, de hombre, cosa que se le daba tan bien que por las Águedas siempre hacía el oficio de alcaldesa y más de un año había mandado al mismísimo alcalde en persona a tomar vientos. Acudió pues al baúl que su padre trajera a la casa con el ajuar cuando casó con su madre. En realidad era un simple cajón de madera tachonado y encuerado para darle más lustre, que estaba medio olvidado en un rincón de la habitación más oscura, una a la que se entraba desde la alcoba principal, y que no disponía ni de la más mínima ventana por donde pudiera entrar un leve resquicio de luz. En esas profundidades de habitación y de baúl guardaba la vieja Petronila un traje de pana negra, tan reluciente como debió estarlo el antiquísimo día en que se casaron sus progenitores. A la muerte del padre, los deudos habían pensado, a la hora de amortajarlo, que ese traje era excesivo en elegancia para presentarse ante las puertas de San Pedro, no fuera a ser que lo echaran por desconocerlo de tal guisa. Así que el padre vadeó la laguna estigia enfundado en otro traje más raído y pelado, quedando el de nupcias durmiendo el sueño de los justos.
Pensaba Petronila en su otro novio, pues al ya relatado lo contaba como tal. Este segundo resultó ser un cincuentón que le hacía la corte cuando ya se había quedado sola. Pero la cosa no cuajó, seguramente porque aquel apolíneo sujeto debió pensar que la mujer no era buen partido y las citas primeras, tan cercanas, acabaron difuminándose poco a poco, hasta que Petronila cortó de golpe la relación dando un portazo a aquel chamarilero vendedor de ausencias.
La ciudad cárdena casi negra se iniciaba amenazadora en sus calles ahítas de vehículos, el sonar amenazante de gritos y cláxones, la esencia misma del desenfreno. La ambulancia sorteó con su añadido ruido ensordecedor el vericueto serpenteante de calles alumbradas de semáforos y vomitó su carga a la entrada del Hospital, catapultados hacia el hall la paciente y sus acompañantes por el enérgico frenazo del joven aprendiz de fitipaldi. Celadores pareados trasladaron a nuestra buena Petronila al fondo de saco del Servicio de Urgencias cuando ya ella despertaba a trancas y barrancas de su sueño, inducido por alguna pócima administrada a tiempo parcial. Cuando abrió los ojos todo era blanco, las paredes, el techo, hasta el suelo, aunque éste no estaba al alcance de sus vacuos ojos, anegados del rugoso muérdago de una catarata antigua.
––Quieta señora; respire; no respire; dispara, ahora.
––¡Eh? ¿Qué dice?, ––clamaba la vieja, dura de oído más por prosapia antigua que por enfermedad presente.
––Que se esté quieta, abuela, la radiografía, abuela, que le estamos haciendo unas radiografías.
––Joder, está hecha añicos esa cadera, ––exclamó con cierta pompa el residente de Trauma, viendo las imágenes desde la cabina protegida contra la radiación.
––No es para tanto, con un clavo se arregla, aunque quede un poco coja; total, a su edad poco va a correr, ––contestó bondadosamente el médico adjunto al temerario residente de primer año.
Un paraíso de ajetreo se formó al instante y en un abrir y cerrar de ojos quedó listo el quirófano. Petronila empezó a naufragar mientras una hendidura húmeda cuajaba sus párpados inundados de desasosiego. No tardó gran cosa en quedar insertado un tornillo en el lugar adecuado para que la vieja Petronila pudiera sostenerse en pie, aunque aún debieran pasar unos días de levantado precoz, rehabilitación y esas menudencias de escasa monta, que deciden si el paciente volverá a valerse por sí mismo o quedará inútil de los remos para el resto de sus días.
Quedó instalada la paciente en una habitación y dado que era de buena encarnadura no tardó en recobrar los colores perdidos en el avatar de la caída y en la posterior cruenta reparación. La bondad de la evolución se vislumbró en el mismo momento en que empezó a pedir comidas algo más contundentes que las sopillas de escasa monta con que era obsequiada cada día. Ya el domingo a mediodía se quejó de que el arroz que le ofrecían estaba carente de toda sustancia, y a ver qué había pasado con las rodajas de chorizo, que a un buen arroz no pueden faltarle unas hermosas rodajas de chorizo, dónde habían aprendido ellas a cocinar. La auxiliar le espetó que de cuándo acá el arroz lleva chorizo, inculta ella, desconocedora del sincretismo pucheril de las buenas viandas de nuestra amiga Petronila, audaz hasta decir basta en mezclas de altos vuelos, repletas de desfachatez delirante de colorido y aromas.
El sabueso indagador convino consigo mismo que había que atar corto a la enferma para ver si había suerte y pudiera encontrar, a través de sus comentarios, algún resquicio por el que penetrar en el sancta sanctorum del indescifrable asunto que se traía entre manos. Por ello decidió hacerse pasar por familiar de la enferma y consiguió una tarjeta con la que taladrar cada tarde el impenetrable bunker que se montaba a la entrada del hospital con objeto de ahuyentar a los malignos visitantes, que no hacían otra cosa que molestar a los pacientes, pobrecitos, con lo deseosos que estaban la mayoría de ellos de que los dejaran en paz, y que los familiares se dejaran de zarandajas y visitas. Las tardes que el investigador pasó acompañando a la vieja fueron pocas, a decir verdad, pues en menos de una semana había sido dada de alta ante la evidente mejoría sufrida.
¿Mis sobrinos y los hijos de mis sobrinos? ¡Hay, la juventud! No tienen para con nosotros, los viejos, otro recuerdo que el olvido. Algunos son tan osados que vienen a casa de año en año a darle un beso a este carcamal, cuando vuelven al pueblo en las fiestas del verano. Hay una, Soledad se llama, que hasta me trae unos bombones cuando me visita. Yo no le digo nada de lo del azúcar, ya se apaña luego la Consuelo de engullírselos todos; es muy glotona, sobre todo para los dulces: los bombones son su perdición. Una vez se pegó un atracón tan grande que estuvo a las puertas de la muerte. Bueno, a las puertas ya estamos las dos cada día, pero vaya, que dio un pasito para adelante. Ahora, con esto de la cadera, me da la sensación de que yo he dado cuatro o cinco, y lo malo es que no sé a cuantos pasos estaba del final.
Este hombre que me pregunta se me parece un montón al Elías, pero ya hace años que lo enterramos, ¿no fue cuando me vestí de hombre, como en el antruejo? ¿Estaré delirando? Pero no, este hombre está aquí, delante de mí, y viene todos los días a verme. ¡Ay, ay, ay, mira que si es una tentación del diablo! A la vejez viruelas, yo que sé, ¿no será que a última hora estará esperándome la dicha que nunca tuve? Quizás para Petronila el amor desplegara sus alas al atardecer, como el búho de Minerva.
––¿Qué podemos hacer con la abuela?, en su casa no puede valerse por sí sola, ––comentó el jefe del servicio de Traumatología al conocer que no tenía familiares directos.
––Hemos cursado una consulta a la asistente social para que le busque una residencia, al menos por un tiempo, aunque ella clama por volver a su casa; es más pesada que una canción de trilla, ––comentó el adjunto–– va a terminar demenciada.
––Está bien, pues dadle el alta y que se la lleven cuanto antes.
Llegados a la Residencia, acomodaron a nuestra buena mujer en el segundo piso, donde iban a parar los pacientes inválidos; el primero era para aquellos que aún podían bajar hasta la planta baja, arrastrándose con la ayuda de andadores y artilugios similares. No tardó Petronila en tomar conciencia de donde se había metido, o a donde la habían llevado, pues a fin de cuentas ella no quería saber nada de aquel lugar, y cuanto más pugnaba por escapar de allí, más entorpecía las cosas.
––¿Es que no me oís? Tengo mojado el pañal, cambiádmelo de una vez por todas.
––Petronila…Petronila, ya te he dicho que aún no te toca, que hace dos horas que te lo cambié; tienes que esperar hasta después de la cena.
––¿Y voy a estar toda la tarde con el pañal mojado?, no tenéis consideración con los viejos, sois todas unas desalmadas.
––Es lo que toca, Petro. No te queda otro remedio que aguantarte.
––¡Zorras, que sois unas zorras!
––Pero que lengua tienes, Petro, había que cortártela.
––Eres una hija de la gran puta, eso es lo que eres, y no hace falta que me digas que me he jugado la cena, no me importa si he perdido, me quedo más a gusto diciéndote las verdades que comiendo esa bazofia que llamáis sopa.
Las conversaciones de Petronila con las auxiliares casi siempre eran del mismo tono y con la acompañante de habitación, doña Asunción, no había nada que hacer, pues estaba enferma de un mal de la cabeza y no daba pie con bola de las tonterías que decía, así que al segundo día de estancia en la residencia ya se había cansado Petronila de darle coba a la tal doña, que debía tener ese título porque era de las de pago, o sea que soltaba la guita cada mes, no como las pobretonas como Petronila, que estaban allí porque la Seguridad Social corría con los cargos, que eran menores, naturalmente, que los de las floreadas con el doña por delante del nombre.
Las visitas del hombre de la gabardina se convirtieron en el único aliciente de Petronila y cada tarde esperaba con devoción a que el hombre aquel llegara y la sacara al jardín, sentada en una silla de ruedas que el investigador consiguió para ella, no sin antes dar la taba al director de la residencia varias tardes seguidas hasta que consiguió el vehículo aquel. Cuando la vieja estaba de buen humor, no siempre se encontraba de tal guisa, repasaba con el hombre los avatares del pueblo, porque él conocía a sus gentes tanto o más que ella: parecía un descolorido cartapacio que guardara en su interior el acontecer de todo un siglo. Esto a Petronila la desconcertaba un tanto, pues era incapaz de comprender cómo ese sujeto podía estar al tanto de los más íntimos mecanismos, engranajes y aceites que mantenían la maquinaria sin herrumbre para que el pueblo caminara sin caer un mes tras otro, un año tras otro, y eso cuando parecía que todos ellos, los vecinos, no hicieran otra cosa que dar golpes, cada cual por un costado y a su manera, para tumbar aquel ser trastabillante que era su bendito pueblo.
Pero en lo más íntimo de su ser Petronila no guardaba otra cosa que la promesa que en sueños le diera su virgen ––la virgen de su pueblo, la más milagrosa de todas––, de que finalmente podría andar, valerse por sí sola, y huir de aquel antro donde la tenían secuestrada y atontada la mayor parte del día y desde luego la noche entera.
Empezó a dar los primeros pasos, titubeantes, con miedo a caerse y romperse hasta el alma, con harto dolor en la pierna dañada. Pero eso duró pocos días; cada vez fue teniendo más confianza en su fuerza y aún no llevaba un mes en aquella residencia cuando ya era capaz de dar unos pasos sin sujetarse al andador.
Coincidiendo con la evidente mejoría, a Petronila las visitas del tipo de la gabardina empezaron a parecerle cada vez menos interesantes, incluso inoportunas. Se preguntaba qué diablos pintaba allí aquel sujeto, al que no conocía de nada y sin embargo él sabía de las vidas y milagros de todos los vecinos. Algo querrá. A mí no me interesa este tipo, le voy a dar puerta.
––Además tengo a Pepito, él es mi mejor compañía. No necesito a nadie y menos a este carcamal, que no sabe ponerse otra cosa que esa gabardina. ¿No se dará cuenta lo guarra que la lleva, toda llena de manchas? Parece que no se la hubieran lavado nunca, ––clamaba en voz alta Petronila en el jardín de la residencia, aprovechando que el hombre había ido al cuarto de baño.
––Tengo una tarea, me he empeñado en descubrir al autor del desaguisado y lo conseguiré, tarde o temprano, ––clamó para sus adentros el aprendiz de Sherlock Holmes, mientras evacuaba la vejiga; luego, parsimoniosamente, tiró de la cadena, emergiendo del desagüe un rumiar de albañales antiguos.
––Él no tuvo la culpa, fui yo sola; me caí como una tonta de la escalera; él sólo se cruzó cuando iba yo a dar un paso y se me enredó la falda, ––se lamentaba Petronila disculpando al cómplice de su caída.
Aquel día el hombre se despidió de ella por algún tiempo, pues dijo que se iba de vacaciones unos días a la playa de Benidorm, ahora que no hay turistas y los hoteles están tirados de precio, en verano no se puede ir, está todo muy caro, pensaba decirle esta retahíla de vulgaridades a Petronila, y no queda muy claro si llegó a decírselas, pues por un lado ella atendía poco las razones de él, a la espera de no se sabe qué visita deslumbrante, y él repasaba sus apuntes queriendo en el último instante descubrir al autor del descalabro de la señora Petronila, sin reparar en la abuela, que aquella tarde se había negado a dar el paseo sin ayuda y se aferraba a su andador como el ahogado a un clavo ardiendo.
A la salida de la residencia nuestro hombre pulsó el botón del semáforo y esperó la luz verde. Cruzaba tranquilamente hacia el otro lado de la calle cuando vio venir de frente, atravesando la calle como él, pero en sentido contrario, un gato de color rojizo. Entonces se le iluminó la trasnochada materia gris que deambulaba dentro de su cabeza y reaccionando con prontitud exclamó como en un susurro al pasar el gato a su lado: “Pepito”. Hete aquí que se obró el milagro: el felino paró un instante su acompasado andar y lo miró fijamente con sus ojos de cobre. Al hombre le corrió un relámpago de escalofrío por la espalda y cuando volvió a la realidad ya el gato había alcanzado el otro lado de la calle. Se quedó unos instantes observando cómo el animal se metía entre los barrotes de la verja, alcanzando el jardín de la Residencia con inusitada habilidad, trepando luego por el canalón hasta el alféizar de una ventana del segundo piso.
En la noche, lejanos ya los proverbios del rey sabio, cuando se disponía a lavarse los dientes antes de meterse en la cama, entró en la habitación y cogió la libreta. Tachó los nombres que había escrito en las tres primeras páginas, y en la cuarta, que se mantenía de un blanco impoluto, con la mejor de sus caligrafías, escribió: “Pepito, el gato rojo”. Luego se zambulló en la cama, bamboleado por el olor de la resina, y dejó que la memoria, poco a poco, se le fuera inundando de luciérnagas.
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