MEISTERSTÜCK

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Dedicado a todos los libreros y sus "Fernández" 


Hace unos días mi madre me entregó un objeto que había pertenecido a mi padre.

El caso es que me acordé de aquel capítulo en el que el Principito conoce al zorro. Éste le explica en qué consiste domesticar a un animal. Pues bien, pensé que de alguna manera en mi caso también tiendo a "domesticar" algunos objetos. En general, no realizamos grandes distinciones entre un objeto y sus semejantes. Todos son iguales y, en su mayoría, están afectos a una utilidad. Dejan de servir y los tiramos sin mayor desasosiego.

No obstante, ciertos objetos están llamados a acompañarnos durante algunas etapas de nuestra vida o incluso durante toda la vida. Por ejemplo, la alianza matrimonial. No es un objeto cualquiera. Es un símbolo que nos recuerda diariamente el amor conyugal. Se distingue del resto y entra de lleno en el terreno de las emociones. 

Dicho de otro modo, en ocasiones tiendo a establecer una conexión íntima con algunos objetos. Muchas veces a raíz de la persona que me regaló el objeto. O porque los destino para su uso exclusivo en ocasiones especiales. O, por supuesto, por las vivencias que me recuerdan esos objetos.

Estos pensamientos me llevaron a acordarme del relato de mi padre que transcribo a continuación. Como ya sabéis, su entusiasmo creador le llevó a realizar las más diversas incursiones literarias: novela histórica, poesía contemporánea, novela negra, haikus, ensayo, columnas periodísticas, artículos de crítica... pues bien, durante bastante tiempo su mayor interés fueron los relatos cortos. 

No creo que se dejara un cuento sin leer de Borges, Poe, García Márquez, Munro, Chéjov, Kafka... bueno, y un punto y aparte se merece Juan Rulfo. Cuántas conversaciones tuvimos sobre el volumen de relatos de Pedro Páramo y el llano en llamas. Supongo que después de leer a muchos de los grandes cuentistas de la historia le picó el gusanillo de probar él mismo con este subgénero. 

Ese furor creativo le llevó incluso a tener abiertos dos blogs: uno, el que ahora estáis leyendo; y otro, dedicado en exclusiva a cuestiones literarias. En ese segundo blog es donde publicó este relato hoy hace justo ocho años. Cómo pasa el tiempo...

De momento, sirva esta publicación como un pequeño homenaje con ocasión de este aniversario. Ya hablaremos otro día sobre los elementos autobiográficos, preferencias estéticas y geografías personales. 

MEISTERSTÜCK

Conocí a Fernández una soleada mañana de invierno en que lo vi revolviendo entre un montón de libros viejos en una librería que hay a mitad de camino entre San Martín y la Catedral Nueva, en la calle de la Rúa; era un hombre entrado en años, de pelo cano, y una extraña expresión, como si su mente vagara permanentemente por otros mundos y la búsqueda fuera algo mecánico que no pasaba por las neuronas, empleadas en más altos menesteres. Luego fue siempre así, y con toda probabilidad lo había sido con anterioridad. A lo largo de los años en que tuve ocasión de trabar una discreta amistad con él, siempre se mostró con ese aspecto algo alucinado, que no era sino una engañosa pose que adoptaba en cuanto se cernía el menor peligro, eso que para este hombre lo era todo: un viandante acercándose por la acera, otro preguntando la hora, el vendedor de castañas en un rincón del Corrillo, y no digamos el propio librero, que pasaba por ser su alter ego. A este librero le tenía una especial veneración, y en lo más íntimo de su ser sentía una especie de sana envidia hacia aquel hombre inmerso en la inmensidad del saber que, a su parecer, proporcionaban todos aquellos viejos libros arremolinados sin compostura en múltiples cajas abiertas hacia el cielo.

 

Había caído una buena helada y para protegerse del frío portaba una enorme bufanda de color granate, con flecos en ambos extremos, tan larga que daba varias vueltas en torno a su cuello antes de caer libremente hasta la cintura.

 

Me dirigí a él, primero con la mirada, apartando la suya bruscamente, y luego con la palabra, consiguiendo como único botín transformar su cara en un trozo de carne herida por algún venenoso dardo. ¿Busca usted algún libro en concreto? Dudó un tiempo que parecía eterno, antes de contestar. No, ojeo lo que ha entrado últimamente. Por lo que veo viene mucho por aquí. Sí, casi todas las semanas, aunque me había descuidado un poco últimamente. Y qué, ¿ha encontrado algo interesante? No, hasta ahora no; tengo ejemplares de todos estos libros. Novelas, a lo que se ve. Sí, sobre todo me gusta la narrativa. ¿Y escribir…también escribe? Debí acertar en el centro de la diana, pues todo su cuerpo se tensó bruscamente, los ojos parecían echar fuego, y el pelo blanco que poblaba su cabeza se le erizó, dándole un aspecto de puercoespín literario.

 

Cuando finalmente se rehízo, adoptando una postura mitad nobiliaria mitad novelesca, respondió: ha dado en el clavo, caballero, es usted muy sagaz; estoy en trance de escribir un libro. A buen seguro tendrá entonces tema o incluso guion del mismo. Tras ello ando y ese es el motivo que me trae aquí, pues busco inspiración en los libros, que son un pozo sin fondo al que acudo para saciar la sed que me sofoca. ¿Es usted primerizo o tiene obra previa? Bueno, experiencia, lo que se dice experiencia no tengo pues aún no he publicado nada; algún intento he hecho, pero lo importante está por llegar. Dejé que el bueno de Fernández siguiera vagabundeando por su deseado e inalcanzable mundo literario contento yo también de mi propio hallazgo.

 

Pasó el tiempo, las estaciones iban declinando sus olores y aromas en catarata destemplada o remanso apacible, según los casos y humor de cada cual, en palabras de Fernández. Pero allí, cada matinal del sábado, aquella librería de viejo se convertía en un bálsamo que restañaba las heridas de la semana de ambos contertulios. Deserté de las sesiones continuas del cine Taramona, a pesar de que era un furibundo seguidor, para pasarme a las conversaciones con Fernández al ver que eran de mucha mayor utilidad para mi intelecto, y no digamos, para mi propia producción literaria.

 

El tal Fernández había nacido en un pueblo mínimo, por la raya de Portugal, donde transcurrió su primera infancia. Ya desde muy pequeño sus continuas preguntas a los mayores sobre lo divino y lo humano llegaron a crear sobre él un aura de niño raro, pedante y empalagoso. En efecto, no era como los demás niños que se pasaban las horas jugando a la pelota o corriendo las calles, ni se le contaban cuentos, aunque más de uno había caído en la trampa, cayendo sobre el pobre infeliz una avalancha de preguntas impertinentes del tipo de ¿por qué Caperucita llevaba el gorro de color rojo? Qué más da rojo que azul. No es igual, el rojo llama más la atención, además ¿para qué se puso el lobo las gafas de la abuelita? Para ver mejor. Pues yo creía que los animales no se ponían gafas nunca. ¡Este niño es odioso, quitádmelo de delante, que me lo como crudo!

 

Como es fácil de imaginar las pretensiones intelectuales del niño no cayeron en saco roto, dando el maestro de primeras letras la voz de alerta, y tras consultar con el cura colocó a nuestro amigo Fernández en el Seminario de Ciudad Rodrigo, como no podía ser de otro modo en aquellos tiempos. Aprendió los primeros latines y también el alfabeto griego, sin meterse en más zarandajas. Pero un buen día tuvo la mala suerte de ser cogido in fraganti por el maestro de novicios. ¿Qué hacen en la mesa esos papeles revueltos y sin compostura? Escribo un cuento. Muy loable actitud, y ¿de qué trata? De la vida en el seminario. ¡Ah, ya me hago a la idea! ¿Y tú crees que el Seminario, la casa donde profesan los futuros sacerdotes, un lugar sagrado donde los haya, puede ser motivo de tan profano asunto, puede dar pie a una bazofia de relato o cuento, o como quiera que se llame? El Rector fue informado de inmediato y tomó una drástica, aunque dolorosa decisión: poner de patitas en la calle al bueno de Fernández, arrancando de sus manos el guion en ciernes, y vociferando: ¡Llevas la semilla del diablo, muchacho; eres la cizaña que hay que arrancar de inmediato! Y así fue.

 

Un claro día de primavera, sábado como siempre, logré que me aceptara una invitación para tomar el vermú. Nos acercamos hasta el Edelweiss; él pidió un martini seco, yo un campari. Mientras contemplábamos el ir y venir de las cigüeñas entre los altos pináculos góticos de la catedral, me confesó que el colmo de la felicidad era un vermú con su correspondiente aceituna española rellena de anchoa flotando en el medio. No es mía la frase, se la oí a alguien importante, no recuerdo quién. No creo que fuese totalmente cierto: la frase era suya, pero una vez más usaba un recurso literario para expresar su opinión, aunque no valía la pena llevarle la contraria, y menos intentar sacarlo del mundo propio que había confeccionado a la medida de sus deseos.

 

Ese mismo día me contó la huida a Madrid. No podía volver a su pueblo, soportar las miradas de chanza de los paisanos, el enfado del cura, la tristeza del maestro. Tenía que buscarse la vida como fuera. Recordó la existencia de un tío-abuelo, ferroviario de profesión, que vivía por Francos Rodríguez. La memoria lo salvó, y haciendo de tripas corazón, con los escasos dineros que había sustraído de las miradas del preceptor, llegó a Madrid y preguntando a unos y a otros dio con la calle. Luego la cosa resultó más fácil, pues empezó con el lado que cae por Estrecho y llamando de casa en casa, al final localizó a un tan Eufrasio, ferroviario jubilado, que vivía en uno de los primeros números. Era una casa baja, con un pequeño patio que hacía las veces de corral, donde los dueños criaban unas cuantas gallinas y conejos que servían de ayuda a la maltrecha economía familiar.

 

Se colocó de aprendiz en una zapatería de Cuatro Caminos, y a última hora de la tarde acudía a una escuela nocturna que había a dos pasos de Maudes. Los días que pasé entre los zapatos fueron los más alegres de mi vida; aunque estuviera con las manos ocupadas mi mente vagaba libre por las páginas de los libros en que andaba enfrascado. Iba y venía al trabajo y a las clases casi sin enterarme, absorto en mi mundo y ajeno a la multitud cada vez más enfebrecida que llenaba las calles del barrio.

 

Pero llegó la Guerra Civil y todo cambió bruscamente. La alpargatería se cerró y Fernández, sin oficio ni beneficio, no encontró mejor cosa que hacer que deambular por las calles desde las primeras horas de la mañana hasta el anochecer. Cogió la querencia de la Ciudad Universitaria y con la imprudencia de los pocos años, cada día fue acercándose más y más a la línea del frente. Pasaba las horas embelesado en el ir y venir de los milicianos, el trajín de los camilleros y las ambulancias y hasta el reparto del pan y la comida entre los combatientes. No le asustaban los ruidos de los disparos o las bombas, ni tan siquiera la sangre o los gritos de dolor de los heridos. Llegó incluso a intentar afiliarse a la CNT, pero lo echaron con cajas destempladas al ver que era poco más que un niño. Sin embargo, la extraordinaria tozudez de que hacía gala el rapaz tuvo su premio: más por quitárselo de encima que por otra cosa lo mandaron a pegar pasquines por las calles de Madrid. Salía cada mañana con sus carteles enrollados bajo el brazo, una brocha y un bote de cola, sintiéndose el adalid de la España libertaria. Pero un aciago día, cuando pegaba tranquilamente los susodichos carteles en el barrio de Tetuán, alguien se acercó por detrás tocándole en el hombro. ¿Qué haces tú pegando propaganda de esos anarquistas de mierda? El tío ferroviario era del PCE y no le perdonó al chaval aquel desatino. Lo llevó a empujones hasta la casa y de un puntapié lo mandó al centro del gallinero. Estuvo metido en semejante guarida más de un mes; le pasaban la comida una vez al día y no le dejaban salir ni tan siquiera a hacer sus necesidades, por lo que no le quedó otro remedio que habilitar un rincón del gallinero para tales menesteres. Salió del gallinero con las orejas gachas pero jurándose a sí mismo cumplida venganza contra tan grande afrenta. Inventó para sí mismo una historia en la que el tío-abuelo, controlador del cambio de agujas en Vallecas, se equivocaba en la tarea haciendo que dos trenes chocaran estrepitosamente, con el funesto resultado de un montón de muertos y heridos. Pero al poco tiempo, pasadas las primeras bilis, dejó arrinconado el relato por excesivo y sólo lo volvió a desempolvar el día que me lo contó.

 

Acabada la guerra volvió a sus orígenes, estableciéndose en la capital de la provincia, con la inestimable ayuda del cura del pueblo, con el que se había reconciliado a través de numerosas cartas cruzadas entre ambos durante el exilio madrileño de nuestro héroe. En lo más íntimo de su ser algo se revelaba por aceptar la ayuda de la Iglesia. Yo, un anarquista convencido, no tengo perdón de Dios aceptando el enchufe de don Mauricio. La realidad era sencilla: el pobre cura no hizo otra cosa que colocarlo en una pequeña industria de cemento, donde se encargó de llevar la contabilidad. Una vez más se sintió ofendido en sí mismo al cambiar las letras por las ciencias. ¡Qué se le va a hacer, así es la vida, somos débiles! Y se montó una batalla, literaria naturalmente, entre tropas de ambos bandos, el de los literatos y el de los matemáticos, con resultado que no llegó a concluir, por falta de decisión. El cuerpo me pide que ganen las letras porque es lo mío, pero no voy a traicionar a las ciencias, pues ellas me dan de comer.

 

En la librería siempre era bien recibido, tanto por su amabilidad como por ser un cliente excepcional. A lo largo de su vida compró cientos y cientos de libros, todos en aquel establecimiento de la Rúa. No siempre eran viejos; llegaban algunos recién sacados de las cocinas literarias, humeando aún, y venían precedidos, cómo no, de gran alharaca editorial. A menudo despotricaba de esos libros nuevos. Me han engañado, otra vez he caído como un ignorante. Pero tropezaba una y otra vez en la misma piedra cuando la ocasión era propicia, víctima de su propia gula, necesitado de una resurrección literaria que no llegaba nunca. A medida que iba cumpliendo años, esos otros mundos, ese gozo por la belleza de las palabras, todo iba disipándose, y ya no veía nada que no fuera la necesidad del relato, ese relato que se obstinaba en no existir.

 

Se convirtió en un experto de la novela del siglo XIX y veía en los autores rusos o los franceses, e incluso en algún español, una muy probable fuente en la que saciar su sed. ¿Y por qué no escribió usted sus vivencias de la guerra? Al fin y al cabo, don Benito podría haberle servido de modelo. No es de los peores, desde luego, pero mire usted, mi vida ha sido anodina, y además mi parcialidad es manifiesta en los menesteres que me propone, y si esto no fuera suficiente sepa que hasta tiempos recientes se decía eufemísticamente que la guerra era un tema poco conveniente al nuevo espíritu nacional de los españoles; usted es joven y no sabe nada de todo eso.

 

La visión que tenía de algunos autores clásicos era muy peculiar. Mire usted, ni Quevedo ni Borges encontraron su obra, no tuvieron el tema que les llevara a la cumbre; Cervantes sí lo tuvo, y ahí está, con la cabeza coronada de laurel y tan sólo un libro que valga la pena. No había mujeres en su mundo literario, la acrisolada misoginia contemplativa le impedía cualquier acercamiento a ellas. Un día consintió en enseñarme su colección. Me llevó a la casa, que no era sino una auténtica librería. Había dispuesto en la cocina a los autores más antiguos. Era amplia, con una pequeña despensa con ventana que daba al patio. Usaba esta despensa para guardar todos los utensilios: una sartén, un desportillado puchero, una pequeña cazuela de barro, cuchara, tenedor y cuchillo, esos eran sus exclusivos poderes. Entre ellos y con ellos revueltos había montones de paquetes de judías, garbanzos, fideos y alguna botella de aceite de orujo de oliva. El cuarto de estar, que a la vez era comedor, lo ocupaban las obras del XIX: allí estaban Víctor Hugo y Clarín viajando de la mano por el mundo de los muertos inmortales, y algunos personajes de Tolstoi charlaban animosamente con el bello Dorian Grey. Como eran sus favoritos los tenía a mano por si acaso. El siglo XX se apoyaba en las paredes de su habitación y convivía con sus sueños en impenetrable tumulto. Sí, el Ulises de Joyce me parece muy fuerte, y que quede entre nosotros, le confieso que no he podido acabarlo, aunque lo he intentado varias veces. Durrell es mi preferido: no hay nada como su cuarteto de Alejandría, es la cumbre de la literatura de nuestro siglo. Tenía otras debilidades, aunque las guardaba con celo desmedido en el herrumbroso ambiente del cuarto de baño. Una vez pude confirmar mis sospechas, e indagué de refilón en los títulos. Había poesía de Lorca y de Pessoa, estaba la innombrable Marguerite Yourcenar, y cómo no, las obras completas de Shakespeare. Una cosa resultaba sorprendente: en el sancta sanctorum no había nada de su amado siglo XIX. En fin, toda la casa exhalaba un espíritu de desastre y desorganización que –conocedor de ello– negaba contundentemente. Es un desorden organizado, conozco dónde está cada libro y si lo necesito lo encuentro al instante.

 

 Cuando le llegó la jubilación todo ese mundo cronometrado y rígido que constituía su existencia se vino abajo. Ausentes las matemáticas de su vida, fue cayendo inexorablemente por la pendiente lenta del Alzheimer literario. Empezó a ver personajes donde sólo había sombras y silencio. Pasaba el día discutiendo quién era mejor o peor literato. Como Saramago no ha habido nada igual en el último tercio de siglo que acabamos de dejar atrás, amigo mío. Muy superior a Cela sin duda: más imaginación, mucha más magia en su narrativa. A quien tiene usted que leer es a Vila Matas, le dije un fatídico día, cuando ya era un cadáver andante, pues como don Quijote, hasta de comer se había olvidado. Fue como mentarle el diablo. En sus ojos conocí que ya había leído el libro, e indudablemente se había visto reflejado en él. Aquel hombre, portador del mal de la literatura –el Mal de Montano– que vagaba por las páginas del malhadado libro era su sosias perfecto.

 

Un día me enteré por la portera que Fernández había muerto. Por lo que supe la asistenta lo encontró caído en el pasillo, junto a la escalera que usaba para el trajín de los libros. Parece que había intentado trepar a lo más alto. Encontraron en el suelo el famoso libro de Vila Matas, por lo que no me cabe ninguna duda de que estaba intentando colocarlo en el lugar más inalcanzable de la casa. Cuando el doctor rellenó el certificado de defunción le sugerí que pusiera como enfermedad causal de la muerte el “Mal de Montano”, pero negó con la cabeza, diciendo que no existía tal enfermedad en los libros médicos, al menos en los suyos. Se limitó a señalar como supuesta causa un infarto al corazón, algo muy socorrido en tales circunstancias.

 

En su testamento privado, que no era otra cosa que una hoja donde había apuntado las últimas voluntades, figuraba la donación de los libros al librero de toda la vida, que ya no era el tal sino uno de los hijos que había heredado el negocio, de manera que los libros realizaron un viaje literario de regreso a los estantes y cajas de la vieja librería de la calle de la Rúa. Participé de aquel viaje pues me pareció algo inenarrable y dichoso ver cómo los libros eran devueltos a su origen primigenio. En cuanto a los dineros que había ahorrado en tantos años de vida monástica, fueron a parar a unas monjitas por las que sentía veneración debido a que le dieron la sopa boba un tiempo en que pasó apuros económicos en su primera juventud. Me lo contó el albacea la noche del funeral, a la salida de la iglesia. Yo le enseñé unos apuntes del relato que estaba escribiendo sobre Fernández y él pareció interesarse mucho. A los pocos días –sábado si mal no recuerdo- me encontró en la librería, hurgando en los libros, que habían sufrido una auténtica avalancha con la llegada de la donación de Fernández. Llevaba un pequeño bulto en el bolsillo de la chaqueta; lo sacó con cuidado y me lo ofreció. Es para usted, del señor Fernández; dejó su Montblanc Meisterstück para que la diera a aquel que yo considerara autor de un relato digno de ser firmado por esta pluma. Acepté el regaló y sin mucha dilación terminé en relato aquel mismo día, acompañándolo de firma y rúbrica propios de notario de alcurnia.


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