GARCÍA MÁZQUEZ

Ha muerto el hijo del telegrafista de Aracataca, que es tanto como decir que Gabo se nos ha ido. Pero tras los funerales el muerto sigue vivo, igual que vive para siempre la Mamá Grande.

El hombre que pendejeó hasta pasados los cuarenta, hasta que Cien años de soledad rompió el silencio de las enredaderas de Macondo en la casa de los Buendía, se ha ido en busca de Remedios la bella a través del aire de los escarabajos y las dalias.
Él, que nos dejó sus libros imperecederos envueltos en el olor de las almendras amargas, se ha puesto a salvo de los tormentos de la memoria.
Sí, Gabo adivinó que llegaba su ausencia cuando la madre de Santiago Nasar, intérprete certera de los sueños ajenos, descifró el significado de Las mañanitas, la canción que cantara días atrás en su ochenta y siete cumpleaños.
Ahora lo veo, embutido en su traje de lino blanco, pasear sin darse cuenta de que la lluvia estaba penetrando muy hondo en todos sus sentidos, como lo viera Isabel en Macondo un invierno lejano, y pareciera que fuera inmune a la muerte, como el patriarca en el otoño aquel, la primera vez que lo encontraron.
Gabriel navegaba  por las ciénagas del pasado cuando llegó la carta, -¿qué día es hoy? preguntó Eréndira -jueves contestó la abuela,

-entonces trae malas noticias.
Y se fue por el duro aire cortante de una madrugada invisible, pero no lo olvidaremos nunca, aunque el invierno se volviera a precipitar sobre Macondo y no viéramos nada en la noche de los alcaravanes; así, bruscamente nos hemos visto sobrecogidos por una abrumadora tristeza.
Él, que nos hechizó con el vapor de las palabras, como la mujer que llegaba a las seis, él, que empujó con el hombro la puerta de una tempestad, se ha ido con la maleta verde en la mano, aunque sabemos que volverá para dejar un ramo de rosas en su propia tumba. Entonces lo llamaremos; nos llamará: Ojos de perro azul.

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